sábado, 10 de junio de 2017

UN BARCO EN LA TORMENTA (I y II)


La industria petrolera venezolana:
Un barco en la tormenta (I)

Carlos Mendoza Pottellá

En medio de la crisis política, económica y social que vive Venezuela, todo ejercicio analítico sobre la industria petrolera que se centre exclusivamente en las variables operativas, financieras y de mercado de la misma, podría ser considerado como una actividad fuera de contexto, tal cual la de los músicos del Titanic. Por el contrario, creemos que, en medio de la tormenta, se trata de la más urgente de las tareas, cuando es impostergable identificar con precisión donde están las fallas y donde las fortalezas que nos permitan mantener el barco a flote.
En particular, y como lo hemos venido sosteniendo en entregas anteriores de esta columna, es necesario identificar con claridad las tendencias del mercado petrolero actual y la posición de nuestra industria en ese contexto, dadas sus peculiares características, las cuales deben ser analizadas, aunque pueda parecer un largo rodeo, a partir de su evolución histórica. A esto último dedicaremos esta edición, con la promesa de ubicarnos luego en el presente y no eludir los retos que nos plantea la realidad contemporánea.

Los yacimientos petroleros venezolanos, que a partir del Decreto del Presidente de la República de Colombia de 1929, Simón Bolívar, pertenecen a la Nación, fueron desarrollados en el siglo XX por corporaciones inglesas y norteamericanas que obtuvieron concesiones legales para ejercer esa actividad y con el pago de regalías e impuestos debidos al propietario, la Nación venezolana. Esa es una historia de claros y oscuros suficientemente relatada. 

A partir de mediados de los años 20 del siglo pasado y hasta principios de los años 60, el petróleo venezolano extraído por esas corporaciones alcanzó el más alto nivel de exportaciones de país alguno, relevando en esa posición al petróleo norteamericano que se dedicaba cada vez más a su creciente consumo interno. En ese lapso se produjo también el desarrollo, con avances y retrocesos, de la política petrolera nacional y una lucha constante por garantizar una justa y adecuada participación de la Nación en los descomunales proventos, de magnitudes rentistas, que generaba la liquidación de ese recurso.

Las circunstancias históricas determinaron que el último otorgamiento masivo de concesiones, con una duración de 40 años, fuera el realizado en 1943 por el gobierno del Presidente Isaías Medina y que a partir de 1961, se impusiera la política de “no más concesiones”, corazón del Pentágono de Acción de Juan Pablo Pérez Alfonzo para garantizar la ”justa participación” nacional. Todo lo cual determinó el surgimiento una noción que poco a poco se hizo colectiva: 1983 sería el año final de las concesiones a las corporaciones extranjeras y se iniciaría la etapa de la administración directa por la Nación de sus recursos de hidrocarburos.

Colocadas ante esas perspectivas, las compañías petroleras, para nada dispuestas a dejar una industria en plena capacidad productiva en manos de sus propietarios, iniciaron una política de aprovechamiento acelerado, con características de rapiña, de los yacimientos que les fueran concedidos, incrementando los niveles de producción por encima de los óptimos técnicos y acelerando el agotamiento de las reservas identificadas para entonces, amén de cesar toda actividad de extensión y desarrollo en esas localizaciones.

En efecto, a partir de 1960, el nivel de producción diaria subió desde 2,85 millones de barriles en ese año a 3,7 MMBD en 1971, el máximo nivel alcanzado aún hasta nuestros días, para luego caer en picada, hasta 1986, a 1,56 MMBD. Quedaba en evidencia así el estado en el cual los concesionarios habían dejado los yacimientos explotados por ellos.

 Las reservas probadas cuantificadas para entonces, cayeron de 17.381 millones de barriles en 1960, hasta un nivel crítico de 13.727 MMbls. en 1971, cuando había cesado toda actividad exploratoria. Con ambos indicadores, máxima producción y mínimas reservas, la industria petrolera directamente administrada por la Nación hubo de encarar los costos crecientes de regularizar esas circunstancias y generar un margen confiable de reservas que permitiera mantener la producción en el nivel de los años 60, pero fue más allá, y comenzaron los sueños expansivos fincados en la Faja.


El evidente deterioro de la industria y la conciencia de propiedad nacional que ya se tenía, determinaron la promulgación, en 1973, de una Ley para garantizar la plena operatividad de esos yacimientos para el momento en que se produjera la reversión pautada en la Ley de Hidrocarburos de 1943: “Ley sobre bienes afectos a reversión”. Las estrictas normas de conservación y fondos que debían constituirse para tales fines, determinaron otro tipo de reacción de las concesionarias: propiciar una nacionalización pactada según sus propias conveniencias.

Y eso lo lograron en agosto de 1975, con unas operadoras surgidas de su propio seno y munidas con sendos contratos de “asistencia técnica” y comercialización que les garantizaba una participación privilegiada en los futuros proyectos de esos entes “nacionalizados”. Posteriormente,  después de 1976, ese arreglo se concentró en la “casa matriz”, PDVSA, conformada por sus antiguos “hombres de confianza” que se convertirían en generadoras de procesos, proyectos y políticas abiertamente lesivos del interés nacional en nombre de la creación de una empresa de magnitud mundial, al nivel de sus “pares” internacionales, Exxon, Shell, etc.

Comenzó así una confrontación con la Nación, que se emboscaba en una lucha contra el supuesto “estatismo” que imperaba desde entonces en la mente de los venezolanos: la participación fiscal, considerada por Pérez Alfonzo como la auténtica participación nacional, fue paulatinamente caracterizada, tal como hacían las concesionarias, como “lo que el gobierno se coge”. Planificadores mayores de PDVSA diseñaron escenarios “productores” y “rentistas”, asignando roles antagónicos, donde el primero de esos escenarios identificaba a “la industria” y sus proyectos y el segundo “al Estado” y sus pretensiones fiscalistas despilfarradoras.

Con esa particular visión de la industria petrolera fue que se multiplicaron, a partir de 1976, toda clase de proyectos que mermaron la participación nacional y multiplicaron los costos operativos de la industria.

Algunos de esos proyectos fueron los que las antiguas concesionarias dejaron de realizar para no incurrir ellas en costos que no aprovecharían después de 1983, tales como las urgentes campañas de perforación exploratoria, de extensión y desarrollo, o el sobrefacturado cambio de patrón de refinación que reduciría la producción de residual del insólito nivel de 49 por ciento del barril procesado en el que se encontraba, hasta un más aceptable 25 por ciento.

Pero otros, totalmente innecesarios y sostenidos por la voluntad expansiva que los hacía combatir nuestra permanencia en el seno de la OPEP, como la adquisición de 17 refinerías chatarras en el exterior,  para luego incurrir en costos de reparación y modernización, amén de pagar impuesto sobre la renta norteamericano a partir de “ganancias” sobre descuentos otorgados por la “casa matriz”, para no incurrir en la bancarrota que impone en esos casos la Securities and Exchange Comission que protege a los inversionistas de Wall Street. O como los megaproyectos de la Faja del Orinoco, el “megadisparate de PDVSA”, según Francisco Mieres, una inversión de 100 mil millones de dólares entre 1980 y el 2000, basada en la proyección automática e ingenua de los incrementos de precios observados desde 1974,  para producir una mezcla de crudos de 16° API, que hubo de ser cancelada a partir de 1983, cuando la tendencia alcista se revirtió… y se sentaron las bases para parir un ratón: la Orimulsión.

Añádase a eso la quita fiscal que condujo a regalías mermadas hasta el 1% e impuesto sobre la renta del 34% (en vez del vigente 67%) en los convenios de la apertura, el “outsourcing” y la eliminación del Valor Fiscal de Exportación y se tendrá el siguiente resultado:


Mientras tanto, los yacimientos de crudos convencionales comenzaron a evidenciar su tendencia a la declinación, que ya en los años 70 se estimaba en 20% interanual, y para cuya contención se requería –y se sigue requiriendo- una inversión creciente en recuperación secundaria, con nuevas perforaciones, inyección alterna de vapor, reacondicionamiento, recompletación, etc., tal como referimos y documentamos en columna anterior.

Ante estas circunstancias y desde la época de los “megaproyectos”, los ojos de los planificadores petroleros no se han despegado de las expectativas que genera esa máxima acumulación de hidrocarburos que representa la Faja del Orinoco  En tiempos de la “apertura petrolera” de Giusti y compañía comenzó a promocionarse como la fuente que sustituiría a la declinante producción convencional, aún a precios por debajo de los 10 dólares el barril, porque el aumento de la producción compensaría la caída de los precios. Y allí se dio inicio a nuevas campañas de exploración y cuantificación de las reservas de ese yacimiento, amén de iniciar la construcción de los “mejoradores” que convertirían al crudo extra pesado en uno liviano y desulfurado.

Esta historia continuará hasta nuestros días, desde luego, pero ya está parcialmente considerada en las entregas tituladas “Recursos, Reservas y Fantasías” (I y II) y “Mirándonos en el Espejo Canadiense”


La industria petrolera venezolana:
Un barco en la tormenta (II)

Carlos Mendoza Pottellá

Las circunstancias históricas descritas en la primera parte de este “barco en la tormenta” han sido las determinantes de la contemporaneidad. Trataremos de hacer la conexión entre los viejos debates y el actual, para fundamentar las políticas que nos imponen las aguas turbulentas que agitan a la industria petrolera, local y universalmente hablando.

Las posiciones que asumimos en esta materia durante las tres décadas finales del siglo XX condujeron a que se nos asociara, para honra nuestra, con los planteamientos de los maestros Francisco Mieres y Gastón Parra Luzardo y con la memoria de Juan Pablo Pérez Alfonzo. Como “profetas del desastre” fuimos etiquetados por sectores poderosos de la opinión pública, convictos por insistir en denunciar el rumbo de disminución de la capacidad generadora de excedentes para la Nación de nuestra industria petrolera, tendencia que fuera diagnosticada por Pérez Alfonzo, al evaluar las posibles consecuencias de los proyectos de los que ya para entonces él calificara como “gerentes alzados”.

A las dañosas modalidades de la nacionalización criolla se agregan otros hechos no valorados en sus efectos agravantes para la situación de Venezuela. Sin exagerar, puede afirmarse que el futuro es difícil. La caída violenta de la Participación Fiscal es uno de esos hechos. Son estos ingresos los que cuentan de verdad para el pueblo venezolano. Son ellos los que se supone sembrar para sustituir la liquidación de tan valiosos activos nacionales sin perjudicar las futuras generaciones ni la perpetuidad de la nación. Los excedentes que la misma industria guarde con destino a ser invertidos en la propia liquidación del petróleo, es errado o malicioso pretender integrarlos a aquellos ingresos que sí quedan disponibles para invertirse en todos los proyectos imaginables en el intento de acallar la angustia por el agotamiento del capital petrolero. La participación fiscal, que es la efectiva, va llegando a su caída de 1978 a unos $3.367 millones, casi el nivel de 1974. Más pronto de lo que nadie imaginara, el ‘boom’ de ese famoso año lo dejamos desvanecer.[1]

Esas consecuencias quedaron de manifiesto en los 30 años siguientes, según las cifras que conforman el gráfico inserto en la entrega anterior: el rumbo inversamente proporcional del crecimiento de los costos y la caída de la participación fiscal.

El colapso de los precios del petróleo en 1998 fue una de las consecuencias de la política aperturista de privilegiar los “volúmenes” y burlar los acuerdos suscritos en el seno de la OPEP para la defensa de los precios.

La general inconveniencia de estas circunstancias (13 dólares el barril promedio 1998 para el crudo de referencia WTI, 8 dólares la cesta venezolana)  condujo a una primera concertación de países productores  OPEP y No-OPEP, (Arabia Saudita, México, Noruega, a regañadientes Venezuela y, de manera subrepticia, los productores domésticos norteamericanos, representados por el Secretario de Energía Bill Richardson) todos los cuales acordaron recortes de producción que dieron lugar a un repunte de los precios desde las profundidades de esos 9 dólares  hasta cerca de 30 dólares el barril para el 2000. En el siguiente gráfico, que data de esos momentos, se reseña el proceso y registran las expectativas que teníamos  en 1999.  


La convocatoria de la II Cumbre de la OPEP hecha en el 2000 por el Presidente Chávez y realizada en Caracas, condujo a una reasunción efectiva de la política de defensa de los precios y éstos repuntaron por encima de los 30 dólares el barril a partir de entonces.

En 2001, la promulgación de una nueva Ley de Hidrocarburos en Venezuela intentó detener el deslave fiscal ocasionado por los aperturistas: el Impuesto Sobre la Renta se incrementó de desde 34 hasta 50 por ciento y la Regalía, desde el 1% hasta el 33%. Se detuvo la dinámica perversa ya descrita entre costos y participación fiscal, invirtiéndose los rumbos registrados hasta entonces.

Simultáneamente, los precios continuaron su rumbo ascendente, remontando por encima de 40 dólares a partir del 2004… y allí comenzó de nuevo la feria de las ilusiones con la Faja del Orinoco que ya hemos referido en las entregas anteriores y que dieron lugar a una planificación de pajaritos preñados que se planteaban metas de producción que resultaron inalcanzables, tanto por la carencia de medios y recursos para materializarlas, como por las circunstancia de que las mismas desbordaban la capacidad de absorción del mercado petrolero global, dadas las tasas de crecimiento de la demanda estimadas por los principales centros internacionales especializados -e interesados- en la materia, en particular, la propia OPEP, la Agencia Internacional de Energía, el Departamento de Energía de los Estados Unidos, sin contar a las grandes transnacionales petroleras y financieras.


La realidad fue que en 2012 estábamos produciendo menos que en 2005, pero la contumacia expansiva continuó, hasta límites inimaginables, como proponer una meta de producción de casi 7 millones de barriles diarios para el 2021, extrayendo más 4 millones 700 mil bd de la Faja del Orinoco:



La inviabilidad de estas metas estaba expuesta en las propias cifras de la inversión requerida, ya citada en la entrega anterior: 300 mil millones de dólares entre 2015 y 2019.
El resultado, también mostrado gráficamente, fue el siguiente:




A pesar de las ironías y en el entrecomillado de la palabra “planificación” para definir estos ejercicios de ciencia ficción, estas circunstancias no son cómicas. Son trágicas, y constituyen el fundamento de nuestra insistencia en revelarlas y denunciarlas, porque  nos afectan personalmente por nuestra identificación nacionalista y socialista y en la misma medida en la que la frustración de la gestión pública de los recursos nacionales le da alas a los eternos heraldos de la privatización y la dejación de soberanía.  

La convicción de que somos una potencia sigue incólume, tropezando cada día con la misma piedra de la inviabilidad de los sueños montados sobre la que, sin lugar a dudas, es la mayor acumulación de hidrocarburos sobre el planeta, pero cuyas características físicas y las condiciones actuales del mercado impiden su desarrollo acelerado a corto, e incluso, a mediano plazo, amén de enfrentar un panorama modesto y  complicado en el largo plazo, debido al cambio de la matriz energética en sentido negativo para los energéticos emisores de gases de invernadero. Matriz que está siendo impuesta, tanto por un desarrollo tecnológico cada día más desmaterializado, -determinado en gran medida por la tendencia ancestral del capital de moverse desde los sectores de menor rendimento hasta los más rentables- como por el crecimiento de una conciencia ambiental universal, a pesar de Trump y los lobbys carboníferos.

La posibilidad de convertirnos en una potencia petrolera global es una certeza generalizada, sobre todo sostenida por los expansionistas originales, los  aperturistas de los años 90, quienes consideran  que los planes volumétricos formulados hasta ahora no se han podido cumplir por el “exagerado estatismo”, el control de la industria en tanto que propiedad pública y las tendencias socializantes que han impedido el libre movimiento de los factores de la producción mediante el desarrollo de  empresas privadas competitivas, nacionales e internacionales.

Esa visión privatista continúa floreciendo en los proyectos de los promotores de “una transición” en la industria petrolera venezolana, para ajustarla a las normas de neoliberalismo fundado en los principios del consenso de Washington, propagando para ello una intencionada confusión del concepto eterno de Nación y su forma republicana con los conceptos temporales de Estado y gobierno, al pretender identificar la propiedad pública, de la Nación, con una supuesta “propiedad estatal”.

Con este artificio se plantea que los ciudadanos actuales,”los verdaderos dueños del petróleo”, deben devengar el dividendo anual individualizado que genere la inversión petrolera, para así limitar la voracidad fiscal del Estado, “lo que el gobierno se coge” y destina a gastos ineficientes que limitan la reinversión petrolera.

Este planteamiento es, simplemente, la promoción de un reparto anticipado, con características despojo al futuro, de un patrimonio secular, de la Nación eterna.

En vez de un “fondo para las nuevas generaciones” como el creado por Noruega desde los años 70 del siglo pasado, el cual crece todos los años por la realización de  inversiones rentables en otras latitudes y que limita a un 4% el ingreso de los rendimientos petroleros a la economía de ese país, precisamente para no padecer del “efecto Venezuela” o de la “enfermedad holandesa”, aquí se propone, con el más contumaz rentismo, y la más abierta promoción del egoísmo intergeneracional, crear un fondo para su reparto anual entre los actuales habitantes. “El que venga atrás que arree”, decía Pérez Alfonzo.

No podemos concluir esta entrega sin una referencia personal. 

Y es que el ejercicio de la crítica sin adornos demagógicos trae consecuencias que algunas veces son, cuando menos, incómodas. Nadie aprecia el antipático papel de Casandra.

Las opiniones expuestas en esta serie de artículos han molestado a los entusiastas promotores de futuros luminosos que cuentan los pollos antes de nacer, en particular en la Faja del Orinoco, con la paradoja de que la molestia por nuestro llamado a poner los pies sobre la tierra viene de tirios y troyanos, unos, por negar nuestro presente como potencia y por ser un tonto útil que quiere dejar el petróleo para su aprovechamiento futuro por el gran capital transnacional, y otros, por la insistencia en un “estatismo” rentista y socializante, desfasado de la liberal modernidad competitiva.

No basta con responder que amanecerá y veremos, continuaremos insistiendo en presentar la desnudez del Rey.

cmp, junio 2017



Anexos








"El precio necesario para alcanzar una meta de gasto real per-cápita, similar a los obtenidos en los años donde esta variable presentó valores relativamente altos, se encuentra en un rango de entre   70  y 110 dólares por barril."




[1] Juan Pablo Pérez Alfonzo, 15 de Octubre de 1979.  “Venezuela se acerca a la debacle”,  en Petróleo y Ecodesarrollo en Venezuela,  Dorothea Mezger (Compiladora), ILDIS, Caracas 1981. Reeditado en el Suplemento de la Revista BCV -- 1, Enero-Junio 2008, como parte de “Profecías Cumplidas”, Caracas 2008. Por sus posiciones en favor de la creación de fondos para el futuro y la limitación del expansionismo  petrolero, Pérez Alfonzo también fue víctima de  campañas para demostrar su locura y era  aludido por algunos voceros periodísticos tarifados como


“el brujo de Los Chorros”