Carlos Mendoza Pottellá
En nuestros días, cuando se ejecuta un cambio en el rumbo aceleradamente desnacionalizador impuesto por la administración Caldera-Giusti, cuando se hacen esfuerzos por diversificar las fuentes de la inversión extranjera, con la incorporación de capitales rusos, chinos, brasileños, noruegos, franceses, españoles, etc., esa participación extranjera sigue siendo uno de los elementos más dinámicos en el desarrollo de esta industria, con un papel estelar en la mayoría de los nuevos proyectos de PDVSA.
Esas condiciones reales penetran y determinan el sentido y contenido del conjunto de relaciones socioeconómicas y políticas que se establecen en torno a los hidrocarburos en nuestro país y, de manera particular, de las políticas que sobre la materia establece el Estado Venezolano. Pero una firme y clara voluntad política nacionalista, como la demostrada hasta ahora por el gobierno bolivariano, puede impedir que regresemos a los nefastos días de la “apertura” petrolera, a la importación de costos y la exportación de beneficios vía “internacionalización”, por ejemplo. Es en este contexto contradictorio dentro del cual podemos tener la perspectiva necesaria para analizar los 30 años de uno de los eventos que constituyen hito histórico dentro de esas políticas: la “nacionalización petrolera”.
Hacer una referencia entrecomillada a ese evento podría parecer una caprichosa irreverencia. Sin embargo, con ese añadido ortográfico sólo queremos destacar nuestra particular percepción, sostenida y verificada durante todos estos años, sobre ese acontecimiento y sus posteriores consecuencias. Percepción de una realidad que muchos compatriotas han venido a descubrir y comprender sólo a partir de los golpes petroleros de 2002 y 2003, pero que continúa siendo velada para la mayoría por la poderosa matriz de opinión impuesta por el poder petrolero..
Se trata de que el 1º de Enero de 1976 se inició un proceso de desmovilización de aquél sentimiento y movimiento nacionalista que inspiró las luchas de insignes pensadores venezolanos, y que dio pie a los sueños de una plena independencia económica del país que abrigaron varias generaciones a partir de los años 20 del siglo pasado. Pero se trata también de que, más allá de la mera frustración intelectual del ideario nacionalista, en esa misma fecha se comienza a poner en ejecución una de las mayores y más efectivas estrategias de que tengamos noticia, enfilada hacia la merma paulatina, constante y creciente, de la participación nacional en los beneficios de la liquidación de nuestro principal patrimonio colectivo.
Con las galas de la “nacionalización” se inició el desmontaje de todos los logros laboriosamente obtenidos, entre avances y retrocesos, por la política petrolera de inspiración nacionalista entre 1920 y 1973: comenzando por la liquidación del control y fiscalización total de la industria por parte del Ministerio de Minas e Hidrocarburos y llegando al desmoronamiento de la Regalía y de las tasas del Impuesto Sobre la Renta. [1]
El “adelanto de la reversión” de 1976 resultó en la completa frustración del camino iniciado por Pérez Alfonzo con la CVP y el principio de “no más concesiones”, camino que, sustentado definitivamente en la Ley Sobre Bienes a Reversión, debía concluir en una auténtica nacionalización en 1983.
Ese “adelanto” permitió, entre otras cosas, extender la presencia transnacional en la industria petrolera venezolana fuera del área concesionaria, a toda el área sedimentaria del país que hasta entonces constituía la “reserva nacional” venezolana, destinada a ser operada exclusivamente por la empresa petrolera estatal. Permitió, además, la instauración en las cúpulas dirigentes de la industria “nacionalizada” de los Creole-men y Shell-men nativos, auténticos y demoníacos “bebés de Rosemary”, al mejor estilo de Román Polansky: aquellos que hasta el 31 de diciembre de 1975 defendieron rabiosamente los intereses de “sus” transnacionales petroleras y el primero de enero de 1976 simplemente cambiaron de franela, pero mantuvieron la misma ideología empresarial y los mismos vínculos con sus antiguas casas matrices, constituyéndose en cónsules y veladores de los intereses de estas corporaciones dentro de las novísimas operadoras, primero, y luego dentro de la propia PDVSA.
La evaluación del lapso transcurrido desde entonces, pródigo, como acabamos de referir, en eventos donde resalta el sucesivo retroceso de las posiciones oficiales de defensa del interés nacional, aunada a las crecientes exigencias del mercado petrolero sobre Venezuela y la consecuente multiplicación durante ese lapso de proyectos de inversión de escasa o nula rentabilidad para la Nación, cuyas nefastas consecuencias todavía estamos padeciendo, nos llevan a constatar que también en nuestros días, como en cualquier época anterior, el gran capital internacional sigue moviendo sus piezas, dentro y fuera del país, para contrarrestar la manifiesta voluntad política nacionalista expresada reiteradamente por el actual gobierno desde 1999 y, por el contrario, tratar de imponer, en la industria petrolera venezolana, relaciones y condiciones contractuales y políticas lesivas del interés nacional como las que se promovieron desde 1976 y se hicieron realidad acentuada en las décadas 80 y 90 del Siglo XX.
Por estas razones, hoy, como siempre, tienen vigencia las exigencias de transparencia en las negociaciones que inevitablemente habrán de realizarse con los centros del poder mundial en esta materia. Y hoy más que nunca, cuando el recurso petrolero se ha revalorizado, alcanzando en términos reales niveles de precios equivalentes o cercanos a los máximos históricos de principios de los años 80, habiéndose producido un salto histórico que coloca a los precios en un piso mínimo de 50 dólares el barril, los venezolanos debemos mantenernos alerta frente a los cantos de sirena, para poder distinguir con claridad el ámbito y los límites de la verdadera conveniencia nacional en esta materia.
Sobre todo, no debemos olvidar que, a pesar de que ahora contamos con una mayor diversidad de etiquetas nacionales en cuanto a la procedencia de la nueva inversión extranjera, el capital petrolero, como cualquier otro capital, no tiene patria, y los estándares con los cuales mide su eficiencia y rentabilidad, en su inexorable búsqueda de la maximización de las ganancias, son siempre los mismos, sean esos capitales rusos, chinos o norteamericanos. Y precisamente, teniendo en cuenta que debido a la proliferación de nuevos proyectos y programas de inversión, seguimos obligados a establecer vínculos con esos capitales, tenemos que aguzar nuestras capacidades negociadoras.
Por lo demás, la situación que nos dejan los pasados 30 años es tal, que el país y su actual liderazgo político y petrolero se encuentran compelidos a revertir las negativas consecuencias, presentes y futuras, de los programas y proyectos implantados por la elite gerencial de mentalidad privatista que rigió a la empresa petrolera estatal entre 1976 y 2002. Esas camarillas impusieron, en los hechos, el rumbo de la política petrolera venezolana, pasando por encima de decretos, leyes y disposiciones de los poderes Ejecutivo y Legislativo, contradiciendo abiertamente los principios que informaron la política petrolera en los 55 años anteriores a 1976 y constituyendo un poder paralelo sin control, un Estado dentro del Estado, como se le dio en llamar, el poder petrolero, definido por nosotros de la siguiente manera:
“La consideración fundamental que debe tenerse en cuenta para el análisis de estas circunstancias es la de que se trata de un problema político, de un problema de relaciones de poder, en el cual una peculiar agrupación, integrada por factores privados nacionales y extranjeros vinculados al negocio petrolero y cúpulas gerenciales de la empresa pública, ha logrado imponer como verdades indiscutidas un conjunto de postulados que mezclan circunstancias objetivas con una carga considerable de falacia.
Dichos postulados forman parte de un programa definido, que tiene como norte la expansión constante del negocio petrolero -independientemente de la pertinencia macroeconómica y rendimiento fiscal de esa expansión- y la creciente privatización de las actividades primarias y fundamentales de esa industria.
Ese conjunto de verdades establecidas, que parte de concepciones hoy de moda, en cuanto a la incapacidad del Estado para gerenciar actividades productivas, tiene un expresión particular, a saber:
La carga fiscal sobre PDVSA es excesiva. PDVSA es la empresa petrolera que paga más impuestos en el mundo. Mantener esa carga fiscal equivale a perpetuar el ya fracasado modelo de rentismo parasitario y continuar alimentando a un Estado paternalista e ineficiente.
El control "político" sobre la industria obstaculiza el desarrollo eficiente de sus programas. Las trabas burocráticas que imponen los distintos organismos contralores, ejecutivos y legislativos, deben ser eliminadas en beneficio de la autonomía gerencial para ejecutar eficientemente sus planes y programas. Este es el camino hacia la Venezuela productiva.
El mejor destino del ingreso petrolero es su reinversión en el mismo sector. No existe otra actividad económica en Venezuela que le permita obtener ventajas comparativas y competitivas similares. Cada dólar adicional invertido en la industria petrolera genera, directa e indirectamente, efectos multiplicadores en el Producto Interno Bruto superiores a los de cualquier otra aplicación.
Venezuela debe ir hacia una más estrecha asociación con sus clientes desarrollados y abandonar asociaciones tercermundistas, de subdesarrollados y de perdedores, como la OPEP. La OPEP no ha beneficiado mucho a Venezuela y le impone trabas a un desarrollo que la llevaría a convertirse en una de las primeras potencias petroleras del mundo.
Para desarrollar la inmensa base de recursos petroleros de Venezuela, hay que desmontar todo el aparato de regulación y fiscalización que pesa sobre esa actividad industrial, porque ese desarrollo no es posible hacerlo con los recursos internos y es necesario atraer al capital petrolero internacional con proposiciones de una rentabilidad mayor a la ofrecida en otros destinos. (Mendoza Potellá, 1996)
Estos postulados del poder petrolero constituyeron el corazón ideológico de las políticas antinacionales que se impusieron en el país bajo el manto de la apertura. Ese poder, aunque hoy ya no controla al Estado, todavía está vivo y en constante actividad, todavía tiene fuerzas para colarse por los intersticios de contratos, asociaciones y licitaciones, para proponer cursos de política en materia petrolera inconvenientes para la Nación venezolana y, sobre todo, con el concurso de los medios de comunicación de masas que todavía controlan, para seguir imponiendo matrices de opinión favorables a sus muy particulares intereses económicos y políticos.
Por todas esas razones, y por la creciente evidencia de que bajo el subsuelo de Venezuela se concentra la que probablemente sea la mayor acumulación de hidrocarburos del globo, lo cual la convierte, como es obvio, en presa estratégicamente codiciable para todos los poderes mundiales, hoy en día es imperativo restituir la vigencia de las luchas libradas en defensa de la justa y digna participación de la Nación venezolana en los resultados de la liquidación de su mayor patrimonio colectivo. Hoy más que nunca es ineludible ese rescate, restituir la verdad histórica, largamente distorsionada por los manejos mediáticos impuestos por ese poder petrolero que imperó durante el lapso mencionado, como única manera de tener una visión certera de la realidad contemporánea y de las más probables perspectivas futuras.
Aún hoy en día, y a pesar del evidente fracaso y terribles consecuencias de las políticas de apertura y desnacionalización, para muchos venezolanos, adoctrinados en las prédicas del poder petrolero, el nacionalismo es una mala palabra, una peligrosa expresión de atraso y de resistencia a la modernidad, que pone en riesgo mortal la conveniente asociación con nuestros clientes, tradicionales o no. Semejante lavado cerebral, exitoso por demás, ha penetrado hasta los tuétanos en algunas capas de la población y siembra la duda aún dentro de las propias filas nacionalistas, propiciando, en algunos, actitudes que pretenden “matizar” el impacto negativo de las tropelías cometidas durante los pasados treinta años por ese poder. Sostenemos que las actitudes contemporizadoras, que tienden a reblandecer y a relajar la capacidad de defensa del interés nacional, deben ser combatidas, denunciadas, desmenuzadas para entender el peligro que representan para nuestro país.
Y es por todo ello que presentamos, a continuación, una visión retrospectiva, a la manera de permanente “flashbak” cinematográfico, volviendo siempre a los orígenes, del proceso que venimos comentando, tratando de evaluarlo en su verdadera dimensión, libre del embellecimiento con el que se ha querido cubrir todas sus lacras.
“El adelanto de la Reversión”
La mayoría de los políticos, periodistas y estudiosos venezolanos de la política petrolera doméstica contemporánea, consideran que la “nacionalización” de la industria petrolera en 1976 fue un evento que cambió el rumbo tradicional de la industria petrolera venezolana, en el cual se impuso claramente una de las dos vertientes antagónicas que pugnaban por imponer los términos de la política petrolera venezolana.
En este caso se trataría de la cumbre alcanzada por la vertiente nacionalista, aquélla que trata de hundir sus raíces en el Decreto de Bolívar de 1829 sobre los derechos mineros del joven Estado colombiano y en la primera Ley de Hidrocarburos, la de 1920 y de Gumersindo Torres.
De tal manera, es factible hacer –y con frecuencia se ha hecho- un encadenamiento histórico de esta nacionalización para colocarla como punto culminante de las luchas de un sector de la sociedad venezolana por los derechos de la Nación sobre sus recursos de hidrocarburos. Vista de esa manera, la nacionalización de 1976 es contabilizada como una victoria en el combate contra el entreguismo rampante de los socios, abogados y gerentes criollos de las corporaciones petroleras internacionales. ([2])
En contraposición, relataremos esa historia, desde el punto de vista que hemos sostenido durante todos estos años. (Mendoza Pottellá, 1985, passim)
En 1943, después de un largo debate nacional y minuciosas negociaciones con las corporaciones norteamericanas e inglesas, con la “mediación” del Departamento de Estado norteamericano, fue suscrito un convenio entre el gobierno del General Isaías Medina Angarita y esas compañías. En cumplimiento de ese convenio se promulgó la Ley de Hidrocarburos vigente hasta el año 2000. [3]
En ese entonces, las compañías extranjeras concesionarias se acogieron a los términos de dicha Ley, obteniendo, a cambio de ello, una extensión por 40 años de sus derechos de exploración, explotación y manufactura de los hidrocarburos en las áreas mantenidas bajo su control desde principios del siglo XX. Pero también quedaba establecida entonces, aunque nadie pensara en ello, lo que llegaría a convertirse en una fecha muy importante para el futuro de entonces: 1983 como año final de esas cuantiosas concesiones.
Posteriormente, el gobierno de Marcos Pérez Jiménez otorgó, entre 1956 y 1957, también por cuarenta años, de acuerdo a los términos de la citada Ley, lo que a la postre serían las últimas concesiones que recibieran las corporaciones extranjeras en Venezuela, que alcanzaron a representar la quinta parte del total otorgado.
En 1961 y por inspiración del Dr. Juan Pablo Pérez Alfonzo -en el marco de la política petrolera promovida en su “Pentágono de Acción”, que incluyó, entre otras cosas la creación de la CVP y de la OPEP- el Congreso Nacional, al promulgar la nueva Constitución, dejó establecida la norma de que no se otorgarían nuevas concesiones de hidrocarburos sin la aprobación, por mayoría calificada –dos terceras partes- del Congreso en sesión conjunta (Art. 126). El imperio de este artículo se constituyó en la materialización de la “política de no más concesiones” impulsada por Pérez Alfonzo.
A mediados de 1971 el Congreso Nacional aprueba –también alentado por el Dr. Pérez Alfonzo y enfrentando las amenazas de las corporaciones petroleras- la “Ley Sobre Bienes Afectos a Reversión”, a tenor de la cual quedaron totalmente identificados y cuantificados los activos de la industria petrolera que revertirían a la Nación al término de las concesiones, así como la obligación de las concesionarias de mantenerlos en plena capacidad operativa hasta el momento de su reversión en 1983 y de establecer un fondo para garantizar ese mantenimiento.
Por virtud de todo lo anterior, 1983 se revela, de nuevo, como un año trascendente, cuya importancia comienza a ser asumida con creciente conciencia por los venezolanos de las décadas 60 y 70: En ese mítico año revertiría a la Nación, sin posibilidad de renovación y sin ninguna indemnización, el 80% de las concesiones otorgadas hasta entonces. En otras palabras, en 1983, Venezuela pasaba a ser dueña directa, en un 80%, de la industria petrolera establecida en su territorio. En 1996-97 revertiría el otro 20% otorgado por Pérez Jiménez.
1983 era, pues, según los sueños de entonces, el año en que se iniciaría, con todos los hierros, el despegue definitivo de Venezuela hacia la liberación económica y el desarrollo.
Sin embargo, la dinámica tradicional de la política petrolera internacional, signada por la voluntad de las corporaciones de imponer una transición a su imagen y semejanza, determinaron que esa “reversión”, dispuesta en la Ley de Hidrocarburos de 1943 y completamente reglamentada por la Ley sobre Bienes Afectos de 1971, se adelantara hasta 1976.
En consecuencia de ello, la nacionalización de la industria petrolera que ilustres venezolanos intentaron impulsar en 1975, con el Proyecto de Ley presentado por la Comisión de Reversión[4] designada por el entonces Presidente de la República Carlos Andrés Pérez, fue frustrada con la posterior promulgación, con sensibles modificaciones al proyecto original, de la Ley Orgánica que Reserva al Estado la Industria y el Comercio de los Hidrocarburos, convertida en su opuesto como resultado de un proceso de concertación y avenimiento subterráneo, mediante el cual, detrás del público logro jurídico-político de expropiación de las antiguas concesionarias, se propició el mantenimiento, modernización, extensión e intensificación de los mecanismos de control del capital transnacional sobre los recursos petroleros venezolanos y se garantizó su retorno pleno –triunfalmente ejecutado a principios de los años 90 durante la euforia de “la apertura”- mediante la modificación del Artículo 5° de la referida Ley.
Gastón Parra Luzardo (1998), pp. 39-65, realiza una detallada descripción de los debates en el seno de la Comisión de Reversión, poniendo en evidencia las presiones de FEDECAMARAS y AGROPET para modificar el proyecto presentado e insertar la referida modificación. Sus conclusiones son claras y sustentan la opinión que aquí defendemos: “…se daba inicio por parte del Ejecutivo Nacional, al camino de concretar una “aparente nacionalización”, desnaturalizando la esencia de una nacionalización integral, genuina, propia, tal cual había sido propuesta por la Comisión de Reversión. En consecuencia, la propuesta del Ejecutivo Nacional distorsiona la finalidad propia de la nacionalización petrolera y, por tanto, no corresponde, en esencia, a un legítimo acto de soberanía nacional” Loc. Cit. p. 42.
Desde los tiempos de la New York & Bermúdez: el destino de los hidrocarburos venezolanos había sido la resultante de una relación dialéctica, con un constante pendular entre la armonía y el conflicto, cuyos protagonistas, el capital petrolero internacional y el Estado venezolano, a la hora de discutir las condiciones de la asociación tensaban las cuerdas, pero nunca llegaban a romperlas.
La “nacionalización” de 1976 no modificó las características tradicionales de esas relaciones, y, en consecuencia, la permanente reivindicación nacional de una justa participación en el usufructo de la liquidación del petróleo fue, una vez más, burlada. Las grandes corporaciones petroleras continuaron percibiendo inmoderados y crecientes beneficios provenientes del petróleo venezolano.
Por el imperio de los intereses de esas corporaciones y con la complicidad de políticos y gerentes venezolanos, dominados unos por el fatalismo geopolítico y otros por su formación e intereses transnacionales, grandes contratos de Asistencia Técnica y Comercialización, suscritos bajo presiones chantajistas ejercidas sobre un gobierno que ya había aceptado términos de negociación inconfesables, pocos días antes del tránsito formal de la industria petrolera a manos del Estado, mantuvieron e intensificaron el vínculo casa matriz-filial entre las ex-concesionarias y las nacientes “operadoras” nacionales. Esos contratos abarcaban a toda la producción, refinación y mercadeo de crudo y productos venezolanos, constituyeron el modelo inicial de lo que sería la base de un nuevo, deletéreo, inasible, ubicuo y eficaz sistema de mantenimiento de las relaciones dependientes del Estado venezolano con el capital transnacional.
De tal suerte que, en la medida en que esos gigantescos contratos iniciales cumplieron su cometido, pactado en el inconfesable compromiso de multiplicar la “indemnización debida” a las antiguas concesionarias, trasegando hacia ellas más de 7.000 millones de dólares entre 1976 y 1979, otros contratos y figuras asociativas proliferaron posteriormente cual vasos capilares y se extendieron a todas las actividades de la industria petrolera venezolana para continuar drenando, por los caminos verdes de la asistencia técnica, los servicios tecnológicos, la “procura”, el “outsourcing”[5] y los convenios de suministro a largo plazo, porciones considerables de lo que debió ser el ingreso petrolero nacional, hacia las manos extranjeras y de sus aprovechados y complacientes socios nativos.
Resumiendo entonces, fue así como, en 1976, después de ser ventajosamente indemnizadas por la entrega de equipos, instalaciones e inmuebles, largamente depreciados, habiendo obtenido unos contratos de asistencia técnica que simplemente disimulaban injustificados pagos adicionales, unos contratos de comercialización en donde se les otorgaban jugosos descuentos y, previo también, un avenimiento secreto en el cual recibieron garantías no escritas -pero fielmente cumplidas- de participación en todos los futuros emprendimientos petroleros del país, las grandes corporaciones internacionales renunciaron a sus concesiones.
Gastón Parra Luzardo, (1979, pp. 120-129) hace un minucioso análisis de los infames contratos de comercialización impuestos por las transnacionales para dejarse “nacionalizar” y su conexión con la suscripción de los también leoninos contratos de asistencia técnica [6]
Para completar la faena dejaron, como garantes de sus intereses en las que ahora serían operadoras nacionales, a los “nativos” de su confianza, grupo que constituyó un auténtico caballo de Troya que a partir de los años 80 promovió desembozadamente la privatización a marchas forzadas, a través de las “aperturas”, la internacionalización, los convenios de asociación, las asociaciones estratégicas, el “outsourcing” y la afortunadamente frustrada propuesta de vender de parte del capital accionario de PDVSA; pero cuyas actividades de evasión fiscal, de sabotaje del control que debía ejercer el Ministerio de Energía y Minas, al cual colonizaron primero y desmantelaron luego, de rechazo al control posterior la Contraloría General de la República, junto a la formulación de presupuestos anuales artificialmente inflados y la violación de los compromisos internacionales suscritos por el país en el seno de la OPEP, comenzaron desde el propio 1º de enero de 1976, al calor de la ejecución de proyectos conjuntos con sus antiguas casas matrices transnacionales, todos sobredimensionados en sus costos, como el cambio de patrón de refinación en tres de las cuatros grandes instalaciones del país[7] , los tendidos de poliductos y gasoductos tipo Sisor, Sumandes I y II, Nurgas y algunos, como los megaproyectos de la Faja del Orinoco o el proyecto gasífero Cristóbal Colón, simplemente inviables, pero con grandes logros para el poder petrolero, al propiciar importantes retrocesos legales y reglamentarios en materia de soberanía, control y fiscalización del Estado venezolano en esta materia. .
En 1976 se materializó el adelanto de la “reversión”, siete años antes del término establecido en la Ley de 1943. Ese evento fue denominado impropiamente, “nacionalización petrolera”. Hasta sus críticos, Pérez Alfonzo, por ejemplo, aceptaron ese término, agregándole el calificativo de “chucuta”[8], para hacer referencia a la posibilidad “futura” de “regreso” de las transnacionales al control de la industria petrolera venezolana que quedaba plasmada, como ya dijimos, en la disposición del Artículo 5º de la Ley respectiva que estableció la figura de las empresas mixtas como una posibilidad más para el manejo de las actividades reservadas al Estado. [9]
Visto desde la perspectiva contemporánea, nos podríamos explicar las circunstancias, al reconocer, como ya señaláramos, que la nacionalización no fue otra cosa que la conclusión de un largo y conflictivo proceso de agotamiento del patrón normativo de las relaciones entre el Estado venezolano y las compañías extranjeras concesionarias; es decir, del conjunto de estructuras legales y reglamentarias en el marco del cual se desarrollaban esas relaciones.
Ese conjunto legal y reglamentario, modus vivendi alcanzado a través de décadas de una asociación conflictiva cuyo sustento fue el reparto de la extraordinaria renta del petróleo, cristalizaba, en cada momento, en los instrumentos de participación del Estado venezolano en ese reparto. Tal como hemos señalado con insistencia, desde la primera Ley de Hidrocarburos de 1920 hasta la Ley sobre bienes afectos a reversión en 1971 el Estado venezolano fue incrementando, lenta y paulatinamente, a veces con retrocesos, su capacidad de control y fiscalización sobre las actividades de las concesionarias y, con ello, aumentando, teóricamente al menos, su participación en el mencionado reparto.
Pero ese proceso, por su propia naturaleza, signada por la avasallante capacidad negociadora y tramposa de las corporaciones internacionales, caminaba hacia su agotamiento, al hacerse insostenible la abismal diferencia entre los términos teóricos, legales, según los cuales se hacia el reparto de la renta y la realidad: En 1974, por ejemplo, cuando eran notorias las inmensas ganancias globales de los consorcios petroleros y Creole Petroleum Corporation, filial venezolana de la Exxon reportaba casi la mitad de los ingresos internacionales de su casa matriz (Rose, 1977) el reparto teórico de los beneficios netos de la actividad petrolera en Venezuela resultaba en unas increíbles proporciones, oficialmente publicadas, de 95% para el Estado venezolano y sólo 5% para las filiales transnacionales.
[10]
Estas proporciones eran irreales porque se basaban en una comparación no discriminada entre cifras netas y brutas, donde la participación fiscal total de Venezuela se relacionaba con el beneficio neto de las corporaciones, siendo que este último era un producto de la “ingeniería financiera” diseñada precisamente para eludir el pago de impuestos, del cual deducían “costos” que encubrían grandes ingresos, derivados hacia filiales operativas de cada corporación, encargadas del transporte, almacenamiento, comercialización y refinación del crudo. Cabe recordar, además, la incorporación como un costo, a los fines de la declaración del Impuesto Sobre la Renta, de los pagos realizados por concepto de regalía. Salvador de la Plaza[11] dedicó en su momento un gran esfuerzo intelectual y político a demostrar que la regalía petrolera era un derecho soberano de la Nación y que, como tal, no debía ser incluida en las cuentas de las compañías para minimizar sus pagos de impuestos.
Pero, como decíamos, las circunstancias se hacían críticas para el mantenimiento del status quo petrolero en Venezuela, en la medida en que se acercaba 1983, año en el cual se iniciaría el vencimiento y por ende la reversión de las concesiones de hidrocarburos, sin que para esa fecha, 1973-74, estuviera prevista una alternativa clara para la participación del capital petrolero internacional en las actividades, posteriores a esa reversión, de la industria petrolera venezolana. Dicha industria se encontraba cercada por la norma constitucional que impedía el otorgamiento de nuevas concesiones, por un lado, y por el otro, la voluntad entreguista y paralizante de los gobiernos de Betancourt, Leoni y Caldera I, quienes, temerosos de provocar las iras imperiales, se convirtieron en presa fácil de las presiones del poder petrolero de entonces e impidieron el desarrollo de Corporación Venezolana del Petróleo, manteniéndola en condiciones de enanismo durante sus quince años de existencia.
El dilema tenía soluciones divergentes, pero perfectamente identificables: Una, era la preparación del país para asumir plenamente el control de su industria. Esta opción, defendida por los sectores de avanzada del país, fue delineada en términos de posibilidad realizable por Juan Pablo Pérez Alfonzo, al postular, dentro de su “Pentágono de Acción”, junto al principio de “no más concesiones”, la creación y desarrollo de la CVP. Pero esa posibilidad fue eludida, ignorada e incluso desnaturalizada con la negociación, en 1970, de unos Contratos de Servicios que, como lo demostraran en su oportunidad diversos analistas (verbigracia, Sader Pérez, 1972, 1974) no eran otra cosa que concesiones disfrazadas para burlar el principio constitucional que prohibía nuevos otorgamientos de las mismas. Así lo confesaba, paladinamente, Rómulo Betancourt:
"Esta empresa (la CVP n.n.) no viene a competir con las empresas privadas. La misma modestia del capital de trabajo que le hemos asignado, indica cómo son de limitados sus fines y objetivos; pero la Corporación Venezolana del Petróleo debe ser y será el vehículo de que se valga el Estado para otorgar, ya no concesiones sino contratos de servicio y otras fórmulas de arreglo, que hay muchas y muchas se están utilizando en varios países petroleros, para desarrollar la explotación y producción de aceite negro en el país." (29-5-61)
"No hemos otorgado concesiones porque las muy ricas que quedan, bien ubicadas, en el centro y en las riberas del Lago de Maracaibo, estamos seguros que van a ser exploradas y explotadas mediante contratos de servicio." (29-6-63)
(Sader Pérez, 1974, págs. 12 y 13)
La segunda de las opciones a que nos referíamos antes era, desde luego, la propiciada por las propias compañías, sus voceros dentro de FEDECAMARAS, sus gerentes nativos y los sectores políticos y empresariales tradicionalmente aliados y beneficiarios de la asociación dependiente sin cortapisas. Los esfuerzos de este conglomerado se van a encaminar a la búsqueda de una alternativa cónsona con la preservación de su participación privilegiada en el negocio. Una nueva fórmula de asociación dependiente con el capital transnacional que incorporara algún maquillaje renovador era la solución más “saludable”, si se miraba con los ojos geopolíticos de sus proponentes criollos.
Así pues, la “nacionalización”, evento culminante de la política petrolera venezolana, con todas sus contradicciones y debilidades, plasmó, en realidad, el estado de las fuerzas de estas dos posiciones y, no siendo una excepción de la tendencia secular, también en esa ocasión terminó por triunfar el partido de la asociación transnacional.
El instrumento fundamental para la obtención de tan paradójico resultado de una nacionalización fue, en un principio, el bloque de acuerdos firmados tras bastidores, en una secreta Comisión de Avenimiento, mientras se discutían públicamente, en la Comisión de Reversión, los términos de la “Ley que Reserva al Estado la industria y el comercio de los hidrocarburos”. Con lo que, en suma, la nacionalización resultó ser fruto de un nuevo paquete Ley-Convenios, al estilo del pacto entre el gobierno de Medina y las compañías que institucionalizó definitivamente, en 1943, el régimen concesionario.
En otras palabras, con el fin de la era concesionaria no se pasa a la era del control pleno por parte del Estado sobre su industria petrolera, sino a una nueva modalidad de relación subordinada Estado-transnacionales. Más elástica y sutil, más adaptable a la evolución de las realidades económicas y políticas contemporáneas, que manteniendo y profundizando las características esenciales de la situación anterior, fuera a la vez una puesta a tono con el signo de los tiempos que desmovilizara los sentimientos negativos que despertaba el viejo sistema concesionario.
“En lugar de la presencia directa, prepotente e irritante de los dueños extranjeros, de sus campamentos cercados, de sus sistemas exclusivos de seguridad y de comunicaciones y de sus inmensos beneficios, la "asistencia tecnológica "se negocia en minúsculos grupos de expertos, a espaldas del público, del grueso del personal y hasta del Congreso y de los organismos contralores. Por otra parte, los "asesores" foráneos residentes en el país se vuelven casi imperceptibles y muchos "consejos" y "soluciones" llegan por ondas invisibles a terminales de computador”. (Mieres,, 1981, pp. 235).
Volviendo atrás, es posible constatar que una salida como ésta venía siendo discutida y propuesta desde finales de los años sesenta por investigadores vinculados al gobierno norteamericano y a las transnacionales. En particular, James Akins, Zar energético de Nixon, posteriormente Embajador en Arabia Saudita y asesor petrolero en ese mismo país, expuso las ventajas, para los intereses de las compañías y del sistema en general, de darle una vía de escape al peligroso vapor del nacionalismo, en un ensayo titulado “The Oil Crisis,This Time the Wolf is Here”. (Akins, 1973).
Según este autor, un gran número de funcionarios de las empresas petroleras examinaba las posibilidades de establecer un nuevo sistema de relaciones con los países productores, pues se hacía evidente cada día que la era de las concesiones estaba agotándose. “...una nueva y dramática oferta a los productores podría garantizar la tranquilidad durante otra generación” y en particular, al hacer referencia a la situación que se vivía en el Medio Oriente ante las exigencias de árabes y persas, concluye que no sería fácil, ni aún deseable resistir un cambio en esos momentos, porque... “Sin importar lo que resulte de los acuerdos existentes, las compañías continuarán desempeñando un papel importante en el transporte, refinación y distribución del petróleo, y es muy probable que también lo harán en la producción del petróleo durante los próximos diez años.”
Las reflexiones de Akins pasaron a formar parte del sustento de la estrategia principal de las grandes corporaciones petroleras en sus relaciones con los países productores, como lo demostraron los acuerdos de participación y nacionalizaciones parciales a que se avinieron esas empresas en los países del Medio Oriente.
La Fundación Ford publicó, en 1974, las propuestas de políticas respecto a la OPEP de otro de los investigadores a los que nos referíamos, Gerard M. Brannon, como parte de un informe para el proyecto de políticas energéticas de esa Fundación, en el cual aporta argumentos similares a los expuestos y popularizados por Akins.
“Las leyes tributarias, hasta de esos países, son más difíciles de cambiar que los precios. Si los países productores se adueñaran efectivamente de la producción petrolera, su interés estaría en seguir empleando la burocracia existente de las compañías petroleras para utilizarla como administradores y técnicos de la producción. La gran diferencia estaría en que los países productores podrían fijar los precios y no tendrían el recurso de los impuestos para asegurar la disciplina de precios contra los países particulares atraídos por la perspectiva de una venta mayor a un precio más bajo.” (Brannon, 1974, pp. 168-169)
En concordancia con estas propuestas estratégicas, discutidas en sus cenáculos en fechas muy anteriores a las de las publicaciones que estamos citando, las grandes corporaciones que operaban las industrias petroleras de los países ribereños del Golfo Pérsico consideraron como una salida viable al peligroso y creciente nacionalismo árabe, que ya había tenido manifestaciones radicales en Argelia, Libia e Irak, el ofrecer la suscripción de “acuerdos de participación”, suerte de nacionalizaciones parciales, escalonadas y sobre todo, negociadas, que le permitieran a esas corporaciones continuar jugando un papel determinante en el negocio petrolero de esa región.[12]
Con este propósito, por ejemplo, enviaron a emisarios a Teherán, a mediados de 1972 con una oferta única para esos países: hacerlos propietarios, previa indemnización a las compañías, de porciones minoritarias del capital accionario de las industrias establecidas en cada uno de ellos.. Como producto de esas conversaciones con los plenipotenciarios de Arabia Saudita, Abu Dhabi, Irak, Irán, Kuwait y Qatar, se suscribe, en octubre de 1972, el "Acuerdo General Participación" entre los países productores del Golfo Pérsico y las compañías. Arabia Saudita y Abu Dhabi aplicaron el acuerdo en diciembre de ese mismo año:
"Se fijó una participación inicial de 25 por ciento la cual entraría en vigencia el 1o. de enero de 1973 y permanecería constante hasta el 31 de diciembre de 1977. A partir de esta fecha el porcentaje de participación se iría incrementando hasta llegar a un 51% para el 1o. de enero de 1982." (Anzola, 1975, pág. 7)
El Acuerdo General de Participación, limitado a las operaciones de exploración y producción, constituyó el primer gran ensayo de una fórmula substitutiva del régimen concesionario. En él están prefiguradas todas las características que van a ser plasmadas con virtuosismo en la nacionalización petrolera venezolana y que garantizan el mantenimiento de la relación dependiente que estamos analizando: Además de ser resarcidas con el valor en libros de los activos cedidos, las compañías obtuvieron prioridad para comprar la proporción de la producción que correspondería desde entonces a los mencionados países, a los precios que fueran convenidos en cada oportunidad. En la mayoría de los acuerdos y nacionalizaciones parciales que se realizaron en el Medio Oriente a partir de entonces los consorcios mantuvieron intacto su control sobre la comercialización internacional y suscribieron convenios de asesoría y asistencia técnica.
Entonces, la “Apertura” comienza... en 1976
Esa estrategia, ensayada con éxito en el Medio Oriente, se hizo política concreta y se ejecutó, con igualmente óptimos resultados para las compañías, en las negociaciones que dieron paso a la nacionalización de la industria petrolera en Venezuela.
A finales de 1973, en un ambiente caldeado por el enfrentamiento que se produjo a raíz de la aprobación de la Ley de Bienes Afectos a Reversión, con miembros de la Cámara de Representantes del Congreso estadounidense clamando por el envío de una “task force” para detener los pujos nacionalistas desatados y perfilándose claramente, además, la conflictiva posibilidad venezolana de acortar unilateralmente el plazo que comenzaba a vencerse en 1983, aparecen las “inesperadas” declaraciones de Kenneth Wetherell, Presidente de la Compañía Shell de Venezuela y Robert N. Dolph, su par de la Creole,
"A la luz de lo que ocurre en el mundo es de suponer que las relaciones entre las concesionarias y el gobierno puedan cambiar quizás mucho antes de 1983." (Dolph)
"La empresa está dispuesta y preparada a examinar cualquier nuevo esquema de relaciones para las actividades petroleras, a fin de cumplir con las aspiraciones y objetivos de la nación venezolana" (Wetherell)
(Rodríguez Galas y Yánez, 1977, pp. 137-138, 144,145).[13]
En cada una de esas declaraciones, in extenso, se hace explícita la voluntad de sus respectivas compañías de seguir cooperando con Venezuela... aún después de las “trascendentes decisiones que soberanamente tomen su pueblo y Gobierno en materia petrolera.”
Se inician entonces las negociaciones trascorrales que, con el nombre de "avenimiento", dieron luz verde al adelanto de la reversión, otorgando a las concesionarias, en contrapartida, jugosas indemnizaciones sobre activos largamente depreciados, conviniendo la firma de los ya descritos contratos de asistencia técnica y comercialización mediante los cuales se les remuneró con creces su tan reclamado, cuan inmerecido, lucro cesante y garantizando la permanencia de esas corporaciones en todos los emprendimientos de sus antiguas filiales, ahora "operadoras" nacionalizadas. [14]
El 1° de enero de 1976 comenzó a funcionar el esquema umbilical Shell-Maraven, Exxon-Lagoven, Mobil-Llanoven, Gulf-Meneven y así sucesivamente, que se manifestó de manera expresa, además de los referidos contratos, en los programas de cambio de patrón de refinación y en los "megaproyectos" de la Faja del Orinoco. Las corporaciones habían accedido, por estas nuevas vías, a zonas que antes les estaban vedadas por encontrarse limitadas a las fronteras de sus parcelas concesionarias.
De tal suerte que, insistimos, la apertura se inicia en Venezuela con la Ley que Reserva al Estado la Industria y el Comercio de los Hidrocarburos. Y justamente, con los contratos de Asistencia Técnica y Comercialización, los cuales constituyen el primer eslabón de esa apertura, que continúa y profundiza la participación transnacional en el negocio petrolero venezolano.
Atrincheradas en el privilegiado papel de asesores tecnológicos -convidadas permanentes en todas las actividades de sus antiguas filiales- y comercializadores de la producción exportable de crudos y derivados, las más poderosas de las antiguas concesionarias se mantuvieron activas y a la espera de su reinserción como protagonistas directas en las operaciones petroleras venezolanas. El atajo lo constituyeron los contratos de servicios y empresas mixtas que permitió el Artículo Quinto de la mencionada Ley, y las primeras excusas se buscan en la complejidad tecnológica implícita en el desarrollo de los crudos de la Faja, en la posibilidad de reactivar difíciles campos marginales y la explotación del gas no asociado costa afuera de Paria.
De tal manera, concluido el ciclo concesionario venezolano, las relaciones entre el Estado propietario del recurso y las transnacionales que lo explotaban cambiaron de forma con la “nacionalización” de la industria, pero no sólo se mantuvieron, sino que se intensificaron y extendieron a campos inusitados.
Los primeros contratos de Asistencia Técnica y Comercialización fueron eventos paradigmáticos en cuanto a una nueva configuración de los vínculos Estado-Corporaciones en los 24 años que siguieron hasta 1999, durante los cuales esa configuración se desarrolló y consolidó. En esos contratos se plasmaron los pasos iniciales de la apertura petrolera, porque fue a través de ellos que Exxon, Shell, Mobil, y Gulf, principalmente, pasaron a tener injerencia en espacios distintos a los de sus antiguas concesiones, abriéndose simultáneamente nuevas oportunidades para otras grandes corporaciones.
"...La EXXON recibió unos 510 millones de dólares de compensación directa por la nacionalización de la Creole Petroleum. También obtuvo el derecho de comprar petróleo a un precio que se vuelve a negociar cada trimestre. Y, lo que es más importante, la compañía recibe ahora pagos por cada barril de petróleo embarcado y refinado.
A pesar de que el gobierno venezolano no accede a publicar el monto de los pagos, se sabe que es muy generoso -tan generoso de hecho que las facciones liberales y de izquierda venezolanas lo consideran una verdadera entrega. EXXON también rehúsa especificar la importancia de los pagos, pero R.H. Herman, el vicepresidente de mercadeo de la compañía, dice con una verdadera sonrisa: "Logramos un acuerdo razonable con Venezuela y esperamos poder lograr lo mismo con los sauditas." (Rose, 1977)
Fue así como se inició el ya mencionado proceso de deterioro de la participación nacional en el negocio petrolero, constituyendo la llamada “apertura petrolera” sólo el capítulo contemporáneo y más agudo de una política que ha tenido siempre el mismo signo: la expropiación del patrimonio colectivo en beneficio del gran capital transnacional y de las elites aprovechadoras criollas, cuya punta de lanza la constituyeron, hasta enero de 2003, las cúpulas gerenciales de mentalidad privatista enquistadas en los puestos de comando de la empresa estatal.
Con esos contratos se inició el desmontaje del aparato de control y fiscalización estructurado por el Estado venezolano a lo largo de seis décadas. En ellos se consagró, por primera vez, la renuncia a la soberanía impositiva, al establecer una fórmula automática para compensar todo intento de incremento de las tasas del Impuesto Sobre la Renta vigentes a la firma del contrato. Igualmente, allí, por primera vez, se renunció a la “inmunidad de jurisdicción”, es decir, la competencia exclusiva de los tribunales nacionales para dirimir cualquier litigio entre las partes, al establecer, en contravención del Artículo 127 de la Constitución Nacional de 1961, el arbitraje internacional como medio para dirimir los desacuerdos entre las partes contratantes.
Posteriormente se incorporaron nuevas áreas a este proceso de expansión de la participación extranjera en el negocio petrolero venezolano: los programas para el cambio de patrón de refinación y los “megaproyectos” de la Faja del Orinoco fueron los siguientes escenarios en los cuales se continuaron los retrocesos de la soberanía estatal. Luego apareció el programa de adquisición de refinerías en el exterior conocido como “internacionalización”, destacado componente de una estrategia enfrentada a la política oficial, generalmente aceptada sólo en apariencia, de control de la producción como garantía para la defensa de los precios. Esa estrategia gerencial incorpora, en consecuencia, un decidido sesgo anti-OPEP, al promover la expansión de la producción, debido a la adquisición de nuevas capacidades de refinación para cuyo abastecimiento las cuales no se contaba con crudos suficientes. Todo ello sin mencionar el inmenso fraude a la Nación que significaron estas adquisiciones y su subsiguiente operación, convertidas en un drenaje de ingresos nacionales hacia el exterior. (Mendoza Pottellá, 1995, Boué 1997, Ramírez Coronado, 2000)
El Proyecto Cristóbal Colón, diseñado supuestamente para la explotación de los yacimientos gasíferos del Norte de Paria por un consorcio formado por Shell, Exxon, Mitshubishi y Lagoven, “diferido por 5 años” primero y definitivamente abandonado por inviable luego, fue sin embargo, el emprendimiento más exitoso de la gerencia petrolera desde el punto de vista de su rumbo hacia la desnacionalización total de la industria. Escudados en la importancia estratégica de ese proyecto lograron imponer en el Congreso Nacional la eliminación de la figura de los Valores Fiscales de Exportación, la cual garantizaba adecuados niveles de participación fiscal. Igualmente, y de manera subrepticia, forzaron un dictamen de la Corte Suprema de Justicia mediante el cual fueron derogados los Artículos 1°, 2° y 5° de la Ley que Reserva al Estado la Industria del Gas Natural y modificado el Artículo 3° de la Ley de Hidrocarburos.
En sí mismo, el Proyecto Cristóbal Colón incorporaba mermas del ISLR en 33 puntos porcentuales y una expresa renuncia a la soberanía impositiva, al disponer el compromiso de Lagoven de compensar a sus socios extranjeros en la eventualidad de incrementos tributarios dispuestos por las autoridades nacionales.
Con este ensayo general quedó servida la mesa para los nuevos hitos en el camino desnacionalizador: las “asociaciones estratégicas” para la operación de campos inactivos, supuestamente "marginales” y los “convenios de asociación bajo el esquema de ganancias compartidas” vendidos bajo el slogan de la “apertura”.
Pero la realidad, reiteramos, fue que desde un principio, es decir, desde 1976, en cada escaramuza meritocrática por defender su autonomía operativa frente a la Contraloría General de la República, el Banco Central y el crecientemente desvalido y colonizado Ministerio de Energía y Minas, por imponer su visión de “negocios” y de producción incremental a cualquier precio, frente al “rentismo estatista”, en eventos tales como el cambio de patrón de refinación, la internacionalización, los proyectos de mejoramiento de crudos extrapesados y la entrega de los “campos marginales”, se quedaron pedazos de soberanía, de capacidad de control y fiscalización, jurisdicción de las leyes y tribunales nacionales, y, como se constata en las cifras aportadas por la propia industria, de integridad de la participación nacional en un negocio que hasta 1999, fue controlado en todos sus intersticios, capilarmente, por el poder económico privado nacional y transnacional que rebanaba para sí las mayores tajadas: El poder petrolero. (Mendoza Pottellá, 1995)
El intento gubernamental de cambiar este rumbo iniciado en 1976, puesto de manifiesto en la designación, en febrero de 2002, de un directorio de PDVSA dispuesto a hurgar en los más recónditos recovecos del secreto petrolero que se escondía tras las hermosas “presentaciones” de sus ejecutivos y las “consolidaciones” de sus artífices contables, fue uno de los factores desencadenantes del golpe petrolero de abril de 2002. Esos mismos temores los llevaron, entre diciembre de ese mismo año y enero de 2003, a utilizar todos sus recursos, incluido el chantaje terrorista, para imponer su particular visión de la democracia; una que fuera complaciente con sus negocios y no invocara viejas, desteñidas, desfasadas, “rentistas” y amenazantes posturas nacionalistas.
En los casi tres años que han pasado desde entonces, el país está tratando de recuperarse del gigantesco daño patrimonial causado por el sabotaje petrolero, cuyas consecuencias impactarán a nuestra industria petrolera por varios años más.
Pero hoy, lo que nos lleva a revindicar la necesidad de levantar nuevamente las banderas del nacionalismo petrolero es la circunstancia concreta de que actualmente se siguen formulando proyectos, concretando, manejando y formalizando negocios –inevitables, por lo demás- con el capital petrolero internacional.
Ya mencionamos como rasgo positivo el propósito y la evidencia concreta de diversificar las fuentes de esa inversión extranjera. También podemos destacar como sumamente positiva, la política de vincular la producción petrolera venezolana al fortalecimiento de la integración latinoamericana y caribeña.
Pero, en cuanto al diseño, magnitud y sentido de sus planes de asociación con ese capital petrolero internacional, todavía el sector público petrolero está en mora con la necesaria contraloría social de sus actividades.
La propuesta, sostenida por sectores políticos y sociales que apoyan al gobierno bolivariano, de constituir un Consejo de Estado para supervisar todos los negocios energéticos y petroleros del país, ha quedado en un limbo...
La magnitud e impacto de las inversiones en algunas zonas de alto riesgo ecológico, como los humedales de Monagas y el Delta del Orinoco, o el Golfo de Venezuela, los términos de las licitaciones o asignaciones directas, decisiones trascendentales tales como la liquidación de la Orimulsión y la migración de los convenios operativos a empresas mixtas, han despertado la aprensión y las críticas de diversos analistas ubicados precisamente en el campo de nacionalismo petrolero y en el de la defensa de nuestro hábitat. No se conoce otra respuesta oficial a estas críticas que no sea el silencio y el hecho cumplido. El debate se elude, con la tradicional excusa del carácter estratégico, de las decisiones involucradas y de no darle armas al enemigo. Pero de esa cuerda ya tenemos los venezolanos, no uno, sino varios rollos, sometidos como hemos sido durante más de 100 años por las camarillas económicas y políticas gobernantes en ese lapso a la condición de minusválidos, incapaces de tomar decisiones como pueblo, por nuestra propia cuenta, sobre cuestiones de interés estratégico y nacional, más aún cuando esas decisiones afectaban, positiva o negativamente, a los particulares intereses de esos grupos poderosos.
Por esa política comunicacional restrictiva, todavía el público venezolano no conoce a cabalidad las cuentas de los negocios de la llamada apertura petrolera durante la última década del siglo pasado, y no existe una información adecuada, detallada y actualizada sobre la materia.
Por ejemplo, la “internacionalización”, uno de los mayores saqueos al patrimonio publico de que tengamos noticia, todavía es defendida por sus mentores y por los eternos creyentes en las leyendas doradas de la meritocracia, a pesar de que el carácter fraudulento de esa política ha sido denunciado y demostrado desde hace más de 10 años y a pesar de que en la actualidad la industria es dirigida por quienes se opusieron a esa “importación de costos y exportación de beneficios”. (Ramírez Coronado, 2000, pp. 28)
Nuevamente es necesario recordar que las magnitudes del negocio petrolero son tales, de tan grandes implicaciones políticas y económicas, que no es posible dejar las decisiones trascendentes que deben tomarse en esta materia en manos de grupos cerrados de tecnócratas, negociantes y políticos, independientemente de su trayectoria y ejecutorias nacionalistas. Porque no se trata sólo de eso, ya que con mucha frecuencia el nacionalismo suele ser encandilado y desnaturalizado por las ilusiones desarrollistas, tales como las que despierta el actual panorama del mercado petrolero, marcado desde hace dos años por un nuevo boom de precios, generado por los cambios estructurales ocurridos en los fundamentos del mercado internacional, con un dramático incremento de la demanda, alimentada de manera decisiva por los nuevos mercados como China y la India, que se enfrenta a un relativo estancamiento de la oferta.
En efecto, los precios del crudo, independientemente de bajas estacionales, especulativas o determinadas por movimientos de inventarios, han alcanzado un nuevo piso estructural, el cual, para los crudos marcadores internacionales Brent y WTI parece ubicarse en un nivel cercano los 50 dólares el barril y, de acuerdo a la relación tradicional, para la cesta venezolana de crudo y productos se encontrará por encima de los 40 $/bl. Este piso le da a Venezuela un margen bastante confortable para cumplir con las metas del presupuesto público para 2006, calculado con bastante moderación sobre la base de los ingresos resultantes de un nivel de producción apenas superior al vigente hoy y un precio promedio de 26 $/bl. para la referida cesta. Todo parece indicar que esas condiciones del mercado no cambiarán en el mediano plazo.
Pues bien, con el ritmo actual y previsible de crecimiento de la economía nacional, esa disponibilidad de recursos comporta un conjunto de ventajas y de riesgos para el diseño de la política económica.
Las ventajas se encuentran, desde luego, del lado de la soberanía nacional, de la autonomía para tomar las decisiones de gasto e inversión presupuestadas y en la posibilidad de disminuir sustancialmente los niveles de deuda pública interna y externa. Y también del lado de la soberanía nacional se ubica la posibilidad de alimentar la política de integración económica y energética latinoamericana y caribeña. Se trata, nada más y nada menos, que de colocar a Venezuela como eje energético de uno de los puntos focales del mundo multipolar: la América Latina y Caribeña
Los riesgos, a su vez, se ubican, como siempre, en el lado de las tentaciones a que hacíamos referencia, descritas desde 1930 por nuestro primer economista, Alberto Adriani, y detalladas por sus colegas noruegos en los años 70 del siglo pasado, quienes las caracterizaron como el “efecto Venezuela”: la propensión al gasto de los ingresos extraordinarios procedentes de una renta minera, por encima de la capacidad de absorción de la economía nacional.
De hecho, la “imposible siembra”, a la que hacía referencia Juan Pablo Pérez Alfonzo, sigue siendo uno de los sueños nacionales y en momentos de plétora petrolera, cuando mas reluce el brillo de la riqueza fácil, es cuando más despiertas deben estar las mentes y las capacidades analíticas de los venezolanos para resistir tentaciones ruinosas como las que sufrimos durante el período de “la Gran Venezuela” y el V Plan de la Nación, justamente estigmatizado por Pérez Alfonzo como Plan de Destrucción Nacional. Treinta años después nos encontramos con planificadores engolosinados con la posibilidad de invertir a marchas forzadas los ingresos extraordinarios que está recibiendo el país.
Las cifras que se anuncian, 20 mil millones de dólares anuales hasta el 2010 [15] son realmente funambulescas, insólitas y peligrosas: la única posibilidad de hacer inversiones de esa magnitud es importando, llave en mano, los proyectos, los insumos, la tecnología, la gerencia y la mano de obra calificada necesaria.
La incapacidad estructural del país para soportar semejante aflujo forzado de tal nivel de inversiones –si en verdad ello fuera factible- puede medirse con los datos que aporta la prensa en un solo día, el 12 de diciembre de 2005, sobre el no cumplimiento de las metas de construcción de viviendas en el año[16] o la necesidad de 5.000 nuevos ingenieros para poder ejecutar los planes ya en marcha de explotación de la Faja del Orinoco[17] o los problemas de gestión e incumplimiento de los compromisos adquiridos, detectados en el plan ferroviario por la Unidad de Evaluación de la Presidencia de la República.[18]
Todo ello sin considerar el carácter aleatorio y extraordinario de los ingresos que financiarían tales inversiones y las conocidas consecuencias del “efecto Venezuela” que padecemos desde los años 30 y han anulado desde entonces las posibilidades de desarrollo de una economía autónoma y autosostenida, independiente del ingreso petrolero.
Por todo lo anterior, debemos concluir con la constatación de que la reivindicación del nacionalismo petrolero debe venir acompañada de una democratización real y efectiva del proceso de toma de decisiones en todo lo atinente a la energía y el petróleo, con absoluta transparencia en cuanto al resguardo y justa distribución de la inmensa renta que ese sector genera, para las generaciones de venezolanos de hoy y del futuro. El escrutinio público es, también, la única manera de combatir efectivamente a la corrupción que se sabe que existe, que tanto se condena y se promete erradicar, pero de cuyos culpables y de sus castigos no se sabe nada.
La contraloría social no puede quedar convertida en palabra hueca, debe dársele un cuerpo físico, con autoridad, representatividad e institucionalidad. En otras palabras, debe ser ejercida por un órgano público dotado de los instrumentos y el poder profesional, moral y político suficientes para garantizar la defensa del interés nacional en todos sus aspectos y a todos los niveles.
13 de enero de 2006
Referencias:
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Terzian, Pierre (1988): “La Increíble Historia de la OPEP”, Miami, USA, Macrobit Corporation.
[1] En particular, la tasa del ISLR había remontado desde el 9% inicial en 1943, hasta el 71% de 1970 y alcanzado una cumbre adicional con la implantación, en 1971, del Valor Fiscal de Exportación, carga adicional que se obtenía al calcular los impuestos debidos por los concesionarios a partir de un valor que era 30% superior a los ínfimos precios “de realización” declarados para tales fines, los cuales no eran otra cosa mas que el producto de la “ingeniería financiera” de esas compañías para minimizar sus pagos. Ese VFE también fue liquidado en el fragor aperturista de la “nacionalización”.
[2] En editoriales y artículos recientes de la prensa diaria venezolana, al cumplirse en el mes de agosto pasado los 30 años de la constitución de Petroven, la futura PDVSA, se presenta esta visión sonrosda de la historia y se ensalza a sus héroes, el Ministro de Minas e Hidrocarburos de la época y el primer Presidente de PDVSA, precisamente aquellos quienes negociaron en la “comisión de avenimiento” las indignantes dejaciones de soberanía que aquí denunciamos.
[3] Juan Pablo Pérez Alfonzo hizo su primera aparición pública en esta materia al emitir su voto salvado en el Congreso de la época. Rómulo Betancourt satirizó la Ley resultante, denominándola Ley-Convenio, aludiendo al hecho a que fue pactada previamente a su presentación al Congreso y no admitía modificaciones.
[4] Los miembros de esa Comisión, quienes representaron a casi todo el espectro político y social venezolano de la época. Discutieron varios proyectos, en particular los de los partidos MEP y COPEI, centrando sus debates en temas como los del monto de la indemnización, el lucro cesante y la posibilidad de la constitución de empresas mixtas para la gestión de las actividades reservadas al Estado. Entre sus miembros se pueden destacar a individualidades como D.F. Maza Zavala, Gastón Parra Luzardo, Aníbal Martínez, Alvaro Silva Calderón, Radamés Larrazábal, Freddy Muñoz, Hugo Pérez La Salvia, Reinaldo Cervini, Celestino Armas, Luis Enrique Oberto, Rafael Tudela, Alfredo Paúl Delfino, Julio César Arreaza, Humberto Peñaloza.
[5] Procura es la tercera persona del presente del verbo procurar, pero en este caso, “la procura”, se trata de un anglicismo, proveniente de procurement, actividad de búsqueda, compra, contratación y suministro de insumos materiales, maquinarias y procesos tecnológicos en el exterior. El “outsourcing”, la contratación de supuestos “servicios no medulares” con empresas externas, constituyó hasta el 2003 uno de las principales rutas de PDVSA hacia la privatización de todas sus actividades, desde la exploración hasta la informática...
[6] “...la baja en la producción y exportación petrolera es un mecanismo de presión ejercido por las transnacionales para obligar al Estado a aceptar las condiciones impuestas por éstas a través de los contratos de asistencia técnica y de comercialización.” (Loc. Cit. p. 120)
“Lo cierto es que el Presidente de la Exxon solicitó un descuento adicional de 1,25 dólares por barril que sumado al ya acordado en el primer contrato de comercialización (60 c/dólar) arroja un descuento de 1,85 dólares.
Pero exigió algo más, que PDVSA acepte definitivamente la instalación del proceso FLEXICOKING, en la refinería de Amuay, con los cual los técnicos venezolanos no están de acuerdo.” (Loc. Cit. p. 121)
[7] Al hacer mención negativa a algunos de estos proyectos, como el cambio de patrón de refinación o los mejoradores de crudos pesados, no estamos evaluando su pertinencia o necesidad para el desarrollo y modernización de la industria, sino a los términos, ruinosos para la Nación, acordados para su realización.
[8] “Chucuto” designa, en el oriente de Venezuela, al perro al que se le ha cortado la cola. Y allí está precisamente el quid del problema: nadie duda que un doberman, perro al que se estila cortar la cola, sea un perro, no solamente completo, sino también feroz. El público venezolano también asumió así a la “nacionalización chucuta”, con un apéndice cortado y un riesgo desnaturalizador a futuro, pero nacionalización al fin y al cabo, un cambio estructural en el orden jurídico y político. Este fue uno de los mayores logros que obtuvieron los diseñadores del plan: desmovilizaron el sentimiento nacionalista que, ante la cercanía de 1983, bullía en la población venezolana.
[9] “En casos especiales y cuando así convenga al interés público, el Ejecutivo Nacional o los referidos entes podrán, en el ejercicio de cualquiera de las señaladas actividades, celebrar convenios de asociación con entes privados, con una participación tal que garantice el control por parte del Estado y con una duración determinada. Para la celebración de tales convenios se requerirá la previa autorización de las Cámaras en sesión conjunta, dentro de las condiciones que fijen, una vez que hayan sido debidamente informadas por el Ejecutivo Nacional de todas las circunstancias pertinentes.”
[10] Cuadro N° 1, “Petróleo y otros datos estadísticos”, (1969-1976), Caracas, Ministerio de Minas e Hidrocarburos.
[11] “El Royalty es de la Nación”, utilizando el anglicismo entonces en boga, fue la consigna central de la ímproba y solitaria lucha de Salvador de la Plaza, expuesta en varios de sus trabajos, dos de los cuales referimos en la bibliografía.
[12] Pierre Terzian; (1988, pp. 129-190), hace una detallada descripción del conjunto de factores y fuerzas en pugna en torno al petróleo del Medio Oriente en los años 60 y 70, con la emergencia de un nacionalismo radical, en un ambiente de alta sensibilidad dentro del conflicto global este-oeste, agravado con la presencia directa de la Unión Soviética en la región, y de cómo ello fue enfrentado con la afanosa búsqueda de las grandes corporaciones y sus aliados de una fórmula intermedia que garantizara, a la manera de Il Gatopardo, el status quo de los grandes beneficios y el control del mercado por esas compañías y los gobiernos de sus países de origen..
[13] Según la misma fuente, (p. 115), un año antes, en octubre de 1972, J. J. de Liefde -Presidente para entonces de la Compañía Shell de Venezuela, relativizaba la importancia del vencimiento de casi todas las concesiones de su compañía para 1983, aludiendo a lo mucho que ésta tenía que ofrecer al país en los campos tecnológico y gerencial. ¿Acertada predicción o primeros indicios de una estrategia largamente madurada?
[14] Maza Zavala, Parra Luzardo, Mieres, Mendoza Pottellá (1977)
[15] El Nacional, 25 de Noviembre de 2005, p. A22
[16] El Nacional, 12 de Diciembre de 2005, p. A22.
[17] El Nacional, 11 de Diciembre de 2005, p. A22.
[18] El Universal, 12 de Diciembre de 2005, p. 1-14
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