Prólogo
Carlos Mendoza Potellá
El Banco Central de Venezuela dedica este primer volumen de la Colección “Venezuela y su Petróleo” a quien fuera el principal promotor de esta iniciativa editorial y Presidente de la Institución hasta el día de su fallecimiento, el Dr. Gastón Parra Luzardo.
Para hablar de la personalidad del autor apelaremos a extractos de las palabras pronunciadas con motivo del homenaje póstumo que se le rindiera en enero de 2009 en Maracaibo, al designar con su nombre el auditorio de la Subsede del BCV en esa ciudad..
La vida de Gastón Parra Luzardo, su lucha incansable en defensa de la soberanía nacional sobre su más valioso patrimonio, constituyen un auténtico apostolado. Un ejemplo de perseverancia en los principios que debe ser imitado, un mandato para todo venezolano consciente de su gentilicio y de sus responsabilidades nacionales. Según sus propias palabras, plasmadas en la Introducción de la primera edición de “De la nacionalización a la apertura…”, en 1995:
“Examinar y reflexionar sobre cuáles han sido las relaciones y causas que han impedido una genuina nacionalización del principal recurso natural agotable con que cuenta Venezuela; desentrañar por qué se ha permitido de manera preponderante, absorbente y dominante la presencia del capital transnacional en la planificación, desarrollo y aplicación en la estrategia energética del país e investigar el por qué la actividad petrolera no ha estado orientada al servicio de la economía para impulsar la transformación del proceso económico, político y social, en beneficio de la colectividad, es un compromiso insoslayable que debe asumirse con la mayor responsabilidad histórica”.
Gastón Parra jamás eludió esa responsabilidad, asumida desde muy joven, al identificarse con el ideario socialista. Se mantuvo fiel a esas convicciones en todas las circunstancias que le tocó vivir, muchas veces amargas y frustrantes, al punto de generar la desilusión, el cansancio, la renuncia y desbandada de muchos otros.
Era, por sobre todo, un ideario sustentado en el más profundo estudio de autores e investigadores sociales de todas las corrientes del pensamiento económico y social, ratificado constantemente en la lucha diaria por impulsar el pleno desarrollo de la soberanía nacional, en el combate contra las fuerzas internacionales que nos imponían la dependencia y contra los voceros nativos del entreguismo.
El suyo nunca fue un ideario libresco y de catecismo, sino que se forjó continuamente en la observación y el análisis de nuestra realidad nacional y latinoamericana, subdesarrollada y dependiente, sometida al saqueo de las potencias imperiales y grandes corporaciones internacionales.
De esas constataciones y experiencias surgió su permanente y radical identificación con las causas de la justicia social y de defensa de la soberanía nacional. La búsqueda constante de un camino hacia el desarrollo integral de Venezuela y de su población De allí su humanismo e integridad, su vertical comportamiento, acorde con la clara percepción que tenía sobre lo que era su responsabilidad histórica.
La problemática de la economía y política petrolera venezolana, de los procesos de generación, distribución y apropiación de la renta petrolera, el carácter dependiente del desarrollo económico del país que esa actividad contribuyó a reforzar durante tantas décadas y la búsqueda de alternativas que superaran esa dependencia rentística, fueron los temas en los cuales centró su actividad de investigador.
En 1974, cuando ya contaba con una larga experiencia docente en las materias de Economía Petrolera y Economía Venezolana, y siendo Decano de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad del Zulia, fue designado representante del Consejo Nacional de Universidades en la Comisión Presidencial de Reversión Petrolera. En el seno de esa Comisión y junto a otros ilustres venezolanos batalló durante todo ese año para hacer surgir, según sus palabras, “la esperanza de abrir caminos en la búsqueda de una nacionalización que realmente fuera para el pueblo venezolano, que creara y afianzara la autonomía de decisión”.
Más precisamente, y tal como lo expresara en octubre de 1974 en una Conferencia en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad del Zulia y lo ratificara el 28 de noviembre de ese mismo año, en el Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Nacional Autónoma de México:
“…queremos una nacionalización del petróleo para beneficio del pueblo venezolano, una nacionalización genuina, real, que contribuya con corregir y no con reforzar la desigual distribución del ingreso en nuestro país; una nacionalización petrolera que sea un soporte firme y poderoso para avanzar en el camino de la liquidación de la dependencia estructural; una nacionalización que sea el fundamento de una sociedad en la que, por lo menos, las diferencias entre las clases sociales en Venezuela sean menos marcadas y donde la pobreza no reine y la riqueza abunde. Queremos una nacionalización para el pueblo venezolano y que esté al servicio de la humanidad entera, sin distinciones ni privilegios. Queremos, en suma, una nacionalización para que la producción y distribución de los medios materiales sirvan para satisfacer las necesidades humanas.”
Pero, como él mismo lo señala en el libro que hoy prologamos, las modificaciones realizadas por el Ejecutivo al proyecto original presentado desvirtuaron lo que pudo haber sido una auténtica nacionalización.
Esas modificaciones se centraron en la inserción en el Artículo Quinto de la Ley que Reserva al Estado la Industria y el Comercio de los Hidrocarburos de la posibilidad de que las actividades reservadas pudieran ser desarrolladas por empresas mixtas.
Desde entonces se pudieron experimentar sus nefastas consecuencias, las cuales quedaron de bulto en las dos últimas décadas del siglo XX, con todas las perversidades de la apertura petrolera.
A partir de entonces una gran tarea del debate petrolero nacional debió ser la denuncia de la gran estafa que constituyó la supuesta “nacionalización” de 1976. Ese fue el “derrumbe de una esperanza” al que aludía en el subtítulo de su obra.
Gastón Parra Luzardo no cesó de escribir, de publicar artículos, ensayos, conferencias, diseccionando la realidad petrolera nacional, descubriendo las trapacerías del poder petrolero y los perversos resultados, nocivos para la Nación pero altamente provechosos para las corporaciones petroleras extranjeras y sus agentes internos, de las políticas impuestas por ese poder.
Como era de esperar entonces, dada la preeminencia del poder petrolero, los vetos mediáticos y la sordera generalizada convirtieron a Gastón Parra y a quienes le acompañamos, en predicadores del desierto, “profetas del desastre” como anatematizó un Presidente de la República.
“De la nacionalización a la apertura petrolera…” constituye una obra paradigmática, que resume en sí misma y con elocuencia, gran parte de las luchas del autor en defensa de la soberanía nacional sobre sus recursos de hidrocarburos.
Hoy, a 14 años de su primera edición, es pertinente una reflexión, a la luz de todo lo acontecido hasta nuestros días en esa materia, sobre cómo se forjó la “esperanza” y cuál fue la naturaleza del “derrumbe” al cual alude el autor.
Para la gran mayoría de los venezolanos la nacionalización petrolera de 1976 constituye un hito en el curso natural de evolución de la política petrolera venezolana de orientación nacionalista. De tal manera, podría hacerse un encadenamiento histórico con eventos precedentes y colocar dicha “nacionalización” como punto culminante de esa política. Veamos esa retrospectiva y la ubicación dentro de ella de los eventos de 1974-76::
Uno de los primeros eslabones de la política petrolera venezolana, más allá de los antecedentes pre-petroleros, que se hunden hasta el Fuero Viejo de Castilla y el Decreto del Libertador de 1829, lo constituye la Ley de Hidrocarburos de 1920 y la acción vital de Gumersindo Torres, pionero del nacionalismo petrolero, paradójicamente en tiempos de Juan Vicente Gómez, adalid del entreguismo.
En 1943, después de una larga discusión nacional, fue suscrito un convenio entre el gobierno del General Isaías Medina Angarita y las compañías petroleras, con la "mediación" del Departamento de Estado norteamericano. En cumplimiento de ese convenio se promulgó la Ley de Hidrocarburos vigente hasta el año 2000.
En ese entonces, las compañías extranjeras concesionarias se acogieron a los términos de dicha Ley, obteniendo, a cambio de ello, una extensión por 40 años de sus derechos de exploración, explotación y manufactura de los hidrocarburos en las áreas bajo su control.
El gobierno de Marcos Pérez Jiménez otorgó, entre 1956 y 1957, y también por cuarenta años, de acuerdo a los términos de la citada Ley, las últimas concesiones.
En 1961 y por inspiración del Dr. Juan Pablo Pérez Alfonzo -en el marco de la política petrolera promovida en su "Pentágono de Acción", que incluyó, entre otras cosas la creación de la CVP y de la OPEP- el Congreso Nacional, al promulgar la nueva Constitución, dejó establecida la norma de que no se otorgarían nuevas concesiones de hidrocarburos (Art. 97), mejor conocida como la "política de no más concesiones".
A mediados de 1971 el Congreso Nacional aprueba la "Ley Sobre Bienes Afectos a Reversión", a tenor de la cual quedaron totalmente identificados y cuantificados los activos de la industria petrolera que revertirían a la Nación al término de las concesiones.
Por virtud de todo lo anterior, 1983 pasó a convertirse en un año muy importante para los venezolanos de las décadas 60 y 70:
En ese año revertiría a la Nación, sin posibilidad de renovación y sin ninguna indemnización, el 80% de las concesiones otorgadas hasta entonces. En otras palabras, en 1983, Venezuela pasaba a ser dueña directa, en un 80%, de la industria petrolera establecida en su territorio. En 1996-97 revertiría el otro 20% constituido por las concesiones otorgadas por Pérez Jiménez.
1983 era, pues, el año en que se iniciaría, con todos los hierros, el despegue definitivo de Venezuela hacia la liberación económica y el desarrollo.
Sin embargo, la dinámica de la política petrolera internacional y la voluntad de las corporaciones de imponer una transición a su imagen y semejanza, determinaron que esa "reversión", dispuesta en la Ley de 1943 y completamente reglamentada por la Ley de 1971, se adelantara a 1976.
De tal suerte que en ese año, después de ser ventajosamente indemnizadas por la entrega de equipos, instalaciones e inmuebles largamente depreciados, habiendo obtenido unos contratos de asistencia técnica que simplemente disimulaban injustificados pagos adicionales, unos contratos de comercialización en donde se les otorgaban jugosos descuentos y, previo también, un avenimiento secreto en el cual recibieron garantías no escritas -pero fielmente cumplidas- de participación en todos los futuros emprendimientos petroleros del país, las grandes corporaciones internacionales renunciaron a sus concesiones; dejando de paso, y como garantes de sus intereses en las que ahora serían operadoras nacionalizadas, a los "nativos" de su confianza: un caballo de Troya antinacional que a partir de los años 90 promovió la privatización a marcha forzada de PDVSA, vía las aperturas, las asociaciones estratégicas, el "outsourcing" y la venta de parte del capital en acciones, pero cuyas actividades de evasión fiscal y saboteo del control que debía ejercer el Ministerio de Energía y Minas comenzaron desde el propio 1º de enero de 1976.
Se materializó así, en ese año, el adelanto de la "reversión", siete años antes del término establecido en la Ley de 1943. Ese evento fue denominado impropiamente, "nacionalización petrolera". Y hasta sus críticos aceptaron ese término, agregándole el calificativo de "chucuta".
Vistas desde otra perspectiva, nos podríamos explicar las circunstancias descritas, al reconocer que la nacionalización no fue otra cosa que la conclusión de un largo y conflictivo proceso de agotamiento del patrón normativo de las relaciones entre el Estado venezolano y las compañías extranjeras concesionarias.
Ese conjunto legal y reglamentario, modus vivendi alcanzado a través de décadas de una asociación conflictiva, cuyo sustento fue el reparto de la extraordinaria renta del petróleo, se cristalizaba, en cada oportunidad, en los diversos instrumentos que establecían las respectivas participaciones -del Estado venezolano y las concesionarias extranjeras- en ese reparto.
Desde la primera Ley de Hidrocarburos de 1920 hasta la Ley sobre bienes afectos a reversión en 1971 el Estado venezolano fue incrementando su capacidad de control y fiscalización sobre las actividades de las concesionarias y, con ello, aumentando su participación teórica –al menos- en el mencionado reparto.
Pero ese proceso, por su propia naturaleza, caminaba hacia el agotamiento: En 1974, por ejemplo, cuando eran notorias las inmensas ganancias de los consorcios petroleros a nivel global, el reparto teórico de los beneficios netos de la actividad petrolera en Venezuela resultaba en una proporción de 95% para el Estado venezolano y sólo 5% para las filiales transnacionales.
La irrealidad de estas proporciones y la dificultad de mantener semejante engaño en el mismo año en el cual la Creole Petroleum Corporation aportaba un desmesurado porcentaje de las ganancias internacionales de la Exxon fueron elementos determinantes de ese agotamiento.
Ello se hacía crítico en la medida en que se acercaba 1983, año en el cual se iniciaría el vencimiento y por ende la reversión de las concesiones de hidrocarburos, sin que para esa fecha estuviera prevista una alternativa clara para el ulterior desarrollo de la industria, cercada por la norma constitucional que establecía el no otorgamiento de nuevas concesiones y el voluntario enanismo en el que fue mantenida la Corporación Venezolana del Petróleo durante sus quince años de existencia.
El dilema tenía soluciones divergentes, pero perfectamente identificables:
Una, era la preparación del país para asumir plenamente el control de su industria. Esta opción, defendida por los sectores de avanzada del país, fue delineada en términos de posibilidad realizable por Juan Pablo Pérez Alfonzo, al postular, dentro de su "Pentágono Petrolero", junto al principio de "no más concesiones", la creación y desarrollo de la CVP.
Pero esa posibilidad fue eludida, ignorada e incluso desnaturalizada con la negociación de unos Contratos de Servicios diseñados originalmente durante la presidencia de Rómulo Betancourt y ejecutados infructuosamente durante la primera gestión presidencial de Rafael Caldera, los cuales, como lo demostraran en su oportunidad diversos analistas, no fueron otra cosa que concesiones disfrazadas para burlar el principio constitucional que prohibía nuevos otorgamientos de las mismas.
La segunda de las opciones a que nos referimos es, desde luego, la propiciada por las compañías petroleras y sus voceros en FEDECAMARAS.
Los esfuerzos de este sector se van a encaminar a la búsqueda de una alternativa cónsona con la preservación de su participación privilegiada en el negocio. Una nueva fórmula de asociación dependiente con el capital transnacional que incorporara algún maquillaje renovador era la solución más "saludable", si se miraba con los ojos geopolíticos de sus proponentes criollos.
Los Contratos de Servicio se van a convertir en el primer ensayo de esa fórmula alternativa y preservadora de la buena salud del negocio. El largo debate en torno a estos contratos y su ulterior frustración, con el escándalo de los sobornos otorgados por la Occidental Petroleum incluido, vienen a constituir una expresión de la confrontación entre las dos opciones mencionadas; confrontación alrededor de la cual ha girado la política petrolera de los últimos ochenta años, y que se ha resuelto siempre con el predominio de los sostenedores de la asociación incondicional con el capital petrolero internacional.
Así pues, la "nacionalización", evento culminante de la política petrolera venezolana, plasmó, en realidad, el estado de las fuerzas de estas dos posiciones y, no siendo una excepción de la tendencia secular, también en esa oportunidad terminó por triunfar el partido de la asociación transnacional.
De una manera tal que, al cabo de un forcejeo trascorrales, la nacionalización viene a ser convertida en su opuesto: un pacto laboriosamente trabajado que propiciará el mantenimiento y la ampliación, en extensión e intensidad, del control transnacional sobre el petróleo venezolano.
Allí comienza el derrumbe de la esperanza con la cual Gastón Parra Luzardo se integró a la Comisión Presidencial para la Reversión petrolera.
El instrumento fundamental para la obtención de tan paradójico resultado de una nacionalización fue, en un principio, el bloque de convenios de avenimiento firmados tras bastidores mientras se discutían públicamente los términos de la "Ley que reserva al Estado la industria y el comercio de los hidrocarburos".
En consonancia con esas negociaciones subterráneas, con el fin de la era concesionaria no se pasó a la era del control pleno por parte del Estado sobre su industria petrolera, sino a una nueva modalidad de relación subordinada Estado-transnacionales. Más elástica y sutil, más adaptable a la evolución de las realidades económicas y políticas contemporáneas, que manteniendo y profundizando las características esenciales de la situación anterior, fuera a la vez una puesta a tono con el signo de los tiempos que permitiera desmovilizar los sentimientos negativos que despertaba el viejo sistema concesionario.
Esta nueva forma de existencia de la relación dependiente se fundó en sus inicios, en un también nuevo tipo de contrato, distinto formalmente del contrato concesionario, pero que obtuvo con más eficiencia los mismos resultados: Los contratos de asistencia técnica y los contratos de comercialización con los cuales quedaron atadas las nuevas operadoras nacionalizadas, Lagoven, Maraven, Llanoven, Meneven, etc., a sus antiguas casas matrices Exxon, Shell, Mobil, Gulf, etc.
De tal suerte que, cosas veredes, Sancho amigo, la apertura petrolera se inicia en Venezuela con la Ley que Reserva al Estado la Industria y el Comercio de los Hidrocarburos.
Atrincheradas en el privilegiado papel de asesoras tecnológicas (convidadas permanentes en todas las actividades de sus antiguas filiales) y comercializadoras de toda la producción exportable de crudos y derivados, las más poderosas de las antiguas concesionarias se mantuvieron a la espera de su reinserción como protagonistas directas en las operaciones petroleras venezolanas.
El atajo para esa reinserción lo constituyeron los contratos de servicios y empresas mixtas que permitía el Artículo Quinto de la mencionada Ley de 1976. Las primeras excusas se buscaron, como siempre, en la complejidad tecnológica implícita en el desarrollo de los crudos de la Faja, en la imperiosa necesidad de contar con el apoyo y la experiencia del gran capital petrolero internacional para reactivar difíciles campos marginales y la explotación del gas no asociado costa afuera de Paria y la Plataforma Deltana.
Una salida como ésta venía siendo discutida y propuesta desde finales de los años sesenta por investigadores vinculados al gobierno norteamericano y a las transnacionales. En particular, James Akins, Zar energético de Nixon, posteriormente Embajador en Arabia Saudita y asesor petrolero en ese mismo país, expuso las ventajas, para los intereses de las compañías y del sistema en general, de darle una vía de escape al peligroso vapor del nacionalismo, en un ensayo titulado "La Crisis del Petróleo, esta vez el lobo ha llegado" (Foreign Affairs, abril 1973).
Según este autor, un gran número de funcionarios de las empresas petroleras examinaba las posibilidades de establecer un nuevo sistema de relaciones con los países productores, pues se hacía evidente cada día que la era de las concesiones estaba agotándose. "...una nueva y dramática oferta a los productores podría garantizar la tranquilidad durante otra generación" y en particular, al hacer referencia a la situación que se vivía entonces en el Medio Oriente, que ya había conducido a dos nacionalizaciones no amistosas, en Irak y Argelia, concluye que no sería fácil, ni aún deseable resistir un cambio en esos momentos, porque...
"Sin importar lo que resulte de los acuerdos existentes, las compañías continuarán desempeñando un papel importante en el transporte, refinación y distribución del petróleo, y es muy probable que también lo harán en la producción del petróleo durante los próximos diez años."
Las reflexiones de Akins pasaron a formar parte del sustento de la estrategia principal de las grandes corporaciones petroleras en sus relaciones con los países productores, como lo demostraron los acuerdos de participación y nacionalizaciones parciales a que se avinieron esas empresas con los países del Medio Oriente.
En una fecha tan lejana como 1969, otro de los investigadores a los que nos referimos, Gerard M. Brannon, de la Fundación Ford, elaboró unas propuestas de "Políticas Respecto a la OPEP" como parte de un informe para el proyecto de políticas energéticas de esa Fundación, en el cual aporta argumentos similares a los expuestos y popularizados por Akins cuatro años después:
"Las leyes tributarias, hasta de esos países son más difíciles de cambiar que los precios. Si los países productores se adueñaran efectivamente de la producción petrolera, su interés estaría en seguir empleando la burocracia existente de las compañías petroleras para utilizarla como administradores y técnicos de la producción. La gran diferencia estaría en que los países productores podrían fijar los precios y no tendrían el recurso de los impuestos para asegurar la disciplina de precios contra los países particulares atraídos por la perspectiva de una venta mayor a un precio más bajo."
Esas proposiciones se hicieron política concreta y se ejecutaron con óptimos resultados para las compañías en las negociaciones que dieron paso a la nacionalización de la industria petrolera en Venezuela.
De tal manera que, concluido el ciclo concesionario, las relaciones entre el Estado propietario del recurso y las transnacionales que lo explotaban cambiaron de forma con la "nacionalización" de la industria, pero no sólo se mantuvieron, sino que se intensificaron y extendieron a campos inusitados.
Los contratos de Asistencia Técnica y Comercialización, suscritos bajo presiones chantajistas ejercidas sobre un gobierno que había aceptado términos de negociación inconfesables, pocos días antes del tránsito formal de la industria petrolera a manos del Estado, fueron los factores determinantes en cuanto a una nueva configuración de los vínculos Estado-Corporaciones en los 26 años que siguieron, durante los cuales esa configuración se desarrolló y consolidó.
Utilizando la terminología contemporánea, en esos contratos se plasmaron los pasos iniciales de la “apertura petrolera”, porque fue a través de ellos que Exxon, Shell, Mobil, y Gulf, principalmente, pasaron a tener injerencia en espacios distintos a los de sus antiguas concesiones, abriéndose simultáneamente nuevas oportunidades para otras grandes corporaciones.
Fue así como se inició el deterioro de la participación nacional en el negocio petrolero, constituyendo la llamada "apertura petrolera" sólo el capítulo contemporáneo de una política que ha tenido siempre el mismo signo: la expropiación del patrimonio colectivo en beneficio del gran capital transnacional y de las elites aprovechadoras criollas, cuya punta de lanza la constituyeron entonces, y por casi 30 años, las cúpulas gerenciales de mentalidad privatista enquistadas en los puestos de comando de la empresa estatal.
Con esos contratos se inicia el proceso de desmontaje del aparato de control y fiscalización estructurado por el Estado venezolano a lo largo de décadas.
En ellos se consagró, por primera vez, la renuncia a la soberanía impositiva, al establecer una fórmula automática para compensar todo intento de incremento de las tasas impositivas vigentes a la firma del contrato. Igualmente, allí, por primera vez, se renunció a la "inmunidad de jurisdicción", al establecer, en contravención del Artículo 127 de la Constitución Nacional de 1961, el arbitraje internacional como medio para dirimir los desacuerdos entre las partes contratantes.
Posteriormente se incorporaron nuevas áreas a este proceso de expansión de la participación extranjera en el negocio petrolero venezolano: los programas para el cambio de patrón de refinación y los "megaproyectos" de la Faja del Orinoco fueron los siguientes escenarios en los cuales continuaron los retrocesos la soberanía nacional. A ellos siguieron la internacionalización y la Orimulsión, destacados componente de una estrategia enfrentada a la política oficial, y generalmente aceptada, de control de la producción como garantía para la defensa de los precios.
Las prioridades de los gerentes de PDVSA se orientaron entonces según los intereses de sus clientes, socios internacionales, proveedores y contratistas; con los cuales no tenían secretos. y con cuyo concurso planificaban estrategias para enfrentar las políticas y orientaciones estatales.
Por eso mismo, irrespetaban a unos poderes públicos alcahuetes, escondían información a sus legítimos contralores y renegaban de su condición de funcionarios estatales. En su visión corporativa lo importante era la expansión del negocio, aun al precio de minimizar los dividendos a repartir entre los propietarios.
Como quedó más que demostrado a partir de 2002, el más importante foco generador de tendencias privatistas en la industria petrolera nacional se encontraba en esas cúpulas gerenciales.
En efecto, durante todos los años previos, los esfuerzos de la gerencia transnacional de PDVSA estuvieron enfrentados al más acendrado interés nacional: bajar la participación fiscal, boicotear a la OPEP, hacer descuentos a los "clientes tradicionales" y a "nuestras filiales en el exterior", fomentar negocios inviables para la Nación pero lucrativos para el capital privado.
La política de expansión a todo trance de la producción es característica. No importaba si con esa expansión se violaban normas técnicas, con lo cual se aceleraba el agotamiento de los yacimientos; no importaba si esa expansión iba a sobrealimentar a un mercado estructuralmente saturado y a convertirse en factor de debilitamiento de los precios reales; no importaba violar los topes asumidos en el seno de la OPEP -en realidad, era lo que menos importaba. No importaba si crecían los costos y las posiciones competitivas del país a mediano plazo se comprometían. No importaba si, para garantizar esa expansión, se ofrecían condiciones exageradamente generosas al capital petrolero internacional, en desmedro de la participación nacional.
Lo único que importaba era que florecieran los negocios que alimentaban el poder y las fortunas de los particulares y las corporaciones que los proponían y ejecutaban.
Desde el punto de vista estrictamente político, en todos esos veintiseis años, las fuerzas de la apertura transnacional tuvieron como gran acierto la imposición, a la sociedad venezolana, de su visión corporativa -la "verdad petrolera"- como axioma incontrovertible. Uno de los principales pilares del imperio de esta visión acrítica y deformada de la realidad lo constituyó el pacto de los máximos lideres de AD y Copei, Rómulo Betancourt y Rafael Caldera, para sacar al petróleo del debate político.
De tal manera, en nombre de la importancia para el país de la actividad petrolera, de la necesidad de alejarla de la politiquería y el clientelismo partidista, se permitió que la más antinacional de las políticas, la de las transnacionales y las mafias aprovechadoras, se apoderara de ella.
En nombre de la meritocracia, se permitió el enquistamiento de una dinastía gerencial que reproducía la filosofía y patrones de conducta antinacionales, a través de un sistema de premios y castigos que privilegiaba la incondicionalidad y el acriticismo y creaba una verdadera cadena de complicidades y favoritismos dignos del mas rancio régimen feudal.
La camarilla gerencial petrolera, escudada en la condición de compañía anónima atribuida a PDVSA y arguyendo que se manejaban asuntos de alta confidencialidad y complejidad técnica, convirtió en coto cerrado el proceso de toma de decisiones estratégicas que comprometían al recurso fundamental de la Nación.
El ámbito de discusión de estos temas se restringió a esa cúpula y a sus asesores externos, con el libre albedrío que les otorgó el premeditado desmantelamiento del órgano legal para la fijación de las políticas aplicables al sector.
Los poderes públicos nacionales, y en particular el Congreso Nacional, consumían mucho de su tiempo discutiendo, por ejemplo, el déficit fiscal o la asignación del presupuesto nacional. Pero lo hacían a partir de datos sobre cuya génesis no tenían ninguna posibilidad de modificación. Es decir, "planificaban" a partir de parámetros fijados de manera independiente por los gerentes petroleros. Tal como lo haría un joven con la mesada asignada por su padre: a veces protestando su insuficiencia, pero sin poder ir más allá, por desconocer los factores determinantes de tal nivel de asignación.
Es en este ambiente de ignorancia y complicidad como se constituyó, en torno al petróleo, el mayor centro de desviación de los bienes públicos hacia privilegiadas alforjas. En la obra que prologamos Gastón Parra Luzardo realiza un análisis minucioso de muchos de los emprendimientos del poder petrolero y de los daños ocasionados al patrimonio nacional. Destacamos aquí algunas de las muestras más flagrantes de esta actividad abiertamente antinacional:
El Proyecto Cristóbal Colón, "diferido por 5 años" primero y definitivamente abandonado por inviable luego, fue sin embargo, el emprendimiento más exitoso de la gerencia petrolera desde el punto de vista de su rumbo hacia la desnacionalización total de la industria.
Escudados en la importancia estratégica de ese proyecto lograron imponer en el Congreso Nacional la eliminación de la figura de los Valores Fiscales de Exportación, la cual garantizaba adecuados niveles de participación fiscal.
Igualmente, y de manera subrepticia, forzaron un dictamen de una complaciente Corte Suprema de Justicia mediante el cual fueron derogados los Artículos 1°, 2° y 5° de la Ley que Reserva al Estado la Industria del Gas Natural y modificado el Artículo 3° de la Ley de Hidrocarburos. En sí mismo, el Proyecto Cristóbal Colón incorporaba mermas del ISLR en 33 puntos porcentuales y una expresa renuncia a la soberanía impositiva, al disponer el compromiso de Lagoven de compensar a sus socios extranjeros en la eventualidad de incrementos tributarios dispuestos por las autoridades nacionales.
Con este ensayo general quedó servida la mesa para los nuevos hitos en el camino desnacionalizador: las "asociaciones estratégicas" para la operación de campos inactivos y los "convenios de asociación bajo el esquema de ganancias compartidas" vendidos ambos bajo el slogan de la "apertura".
Pero la realidad fue que, desde un principio, es decir, desde 1976, en cada escaramuza meritocrática por defender su autonomía operativa frente a la Contraloría General de la República, el Banco Central y el crecientemente desvalido y colonizado Ministerio de Energía y Minas, por imponer su visión de "negocios" y de producción incremental a cualquier precio frente al "rentismo estatista", en eventos tales como el cambio de patrón de refinación, la internacionalización, la orimulsión, los proyectos de mejoramiento de crudos extrapesados y la entrega de los "campos marginales", se quedaron pedazos de soberanía, de capacidad de control y fiscalización, de jurisdicción de las leyes y tribunales nacionales, y, como se constató entonces en las cifras aportadas por la propia industria, de integridad de la participación nacional en un negocio que fue controlado en todos sus intersticios, capilarmente, por el poder económico privado nacional y transnacional que rebanaba para sí las mayores tajadas: el poder petrolero.
El intento de cambiar este rumbo iniciado en 1976, puesto de manifiesto en 2002 con la designación de un directorio de PDVSA presidido por Gastón Parra Luzardo, dispuesto a hurgar en los más recónditos recovecos del secreto petrolero que se escondía tras las hermosas "presentaciones" de sus ejecutivos y las "consolidaciones" de sus artífices contables, fue uno de los factores desencadenantes del golpe petrolero de abril de ese año.
Esos mismos temores los llevaron luego, a finales de ese año y comienzo del 2003, a utilizar todas sus recursos, incluido el chantaje terrorista, para imponer su particular visión de la democracia; una que fuera complaciente con sus negocios y no invocara viejas, desteñidas, desfasadas, "rentistas" y amenazantes posturas nacionalistas.
Tal es, pues, la naturaleza del “derrumbe” antinacional que describió el autor prologado en su obra de 1995.
La actualidad y pertinencia de esta reedición quedan de manifiesto en los proyectos y propuestas que siguen postulando los partidarios de una asociación incondicional con el capital petrolero transnacional, quienes condenan toda reivindicación del interés nacional como expresión simple de estatismo populista, enfrentado a la modernidad del libre mercado y la globalización.
CMP 9/7/2009