La industria petrolera venezolana:
Un barco en la tormenta (I)
Carlos Mendoza
Pottellá
En medio de la crisis política, económica y social
que vive Venezuela, todo ejercicio analítico sobre la industria petrolera que
se centre exclusivamente en las variables operativas, financieras y de mercado
de la misma, podría ser considerado como una actividad fuera de contexto, tal
cual la de los músicos del Titanic. Por el contrario, creemos que, en medio de
la tormenta, se trata de la más urgente de las tareas, cuando es impostergable
identificar con precisión donde están las fallas y donde las fortalezas que nos
permitan mantener el barco a flote.
En particular, y como lo hemos venido sosteniendo
en entregas anteriores de esta columna, es necesario identificar con claridad
las tendencias del mercado petrolero actual y la posición de nuestra industria
en ese contexto, dadas sus peculiares características, las cuales deben ser
analizadas, aunque pueda parecer un largo rodeo, a partir de su evolución
histórica. A esto último dedicaremos esta edición, con la promesa de ubicarnos
luego en el presente y no eludir los retos que nos plantea la realidad
contemporánea.
Los yacimientos petroleros venezolanos, que a
partir del Decreto del Presidente de la República de Colombia de 1929, Simón
Bolívar, pertenecen a la Nación, fueron desarrollados en el siglo XX por
corporaciones inglesas y norteamericanas que obtuvieron concesiones legales
para ejercer esa actividad y con el pago de regalías e impuestos debidos al
propietario, la Nación venezolana. Esa es una historia de claros y oscuros
suficientemente relatada.
A partir de mediados de los años 20 del siglo
pasado y hasta principios de los años 60, el petróleo venezolano extraído por
esas corporaciones alcanzó el más alto nivel de exportaciones de país alguno,
relevando en esa posición al petróleo norteamericano que se dedicaba cada vez
más a su creciente consumo interno. En ese lapso se produjo también el
desarrollo, con avances y retrocesos, de la política petrolera nacional y una
lucha constante por garantizar una justa y adecuada participación de la Nación
en los descomunales proventos, de magnitudes rentistas, que generaba la
liquidación de ese recurso.
Las circunstancias históricas determinaron que el
último otorgamiento masivo de concesiones, con una duración de 40 años, fuera
el realizado en 1943 por el gobierno del Presidente Isaías Medina y que a partir
de 1961, se impusiera la política de “no más concesiones”, corazón del
Pentágono de Acción de Juan Pablo Pérez Alfonzo para garantizar la ”justa
participación” nacional. Todo lo cual determinó el surgimiento una noción que
poco a poco se hizo colectiva: 1983 sería el año final de las concesiones a las
corporaciones extranjeras y se iniciaría la etapa de la administración directa
por la Nación de sus recursos de hidrocarburos.
Colocadas ante esas perspectivas, las compañías
petroleras, para nada dispuestas a dejar una industria en plena capacidad
productiva en manos de sus propietarios, iniciaron una política de
aprovechamiento acelerado, con características de rapiña, de los yacimientos
que les fueran concedidos, incrementando los niveles de producción por encima
de los óptimos técnicos y acelerando el agotamiento de las reservas
identificadas para entonces, amén de cesar toda actividad de extensión y
desarrollo en esas localizaciones.
En efecto, a partir de 1960, el nivel de
producción diaria subió desde 2,85 millones de barriles en ese año a 3,7 MMBD
en 1971, el máximo nivel alcanzado aún hasta nuestros días, para luego caer en
picada, hasta 1986, a 1,56 MMBD. Quedaba en evidencia así el estado en el cual
los concesionarios habían dejado los yacimientos explotados por ellos.
Las
reservas probadas cuantificadas para entonces, cayeron de 17.381 millones de
barriles en 1960, hasta un nivel crítico de 13.727 MMbls. en 1971, cuando había
cesado toda actividad exploratoria. Con ambos indicadores, máxima producción y
mínimas reservas, la industria petrolera directamente administrada por la
Nación hubo de encarar los costos crecientes de regularizar esas circunstancias
y generar un margen confiable de reservas que permitiera mantener la producción
en el nivel de los años 60, pero fue más allá, y comenzaron los sueños
expansivos fincados en la Faja.
El evidente deterioro de la industria y la
conciencia de propiedad nacional que ya se tenía, determinaron la promulgación,
en 1973, de una Ley para garantizar la plena operatividad de esos yacimientos
para el momento en que se produjera la reversión pautada en la Ley de
Hidrocarburos de 1943: “Ley sobre bienes afectos a reversión”. Las estrictas
normas de conservación y fondos que debían constituirse para tales fines,
determinaron otro tipo de reacción de las concesionarias: propiciar una
nacionalización pactada según sus propias conveniencias.
Y eso lo lograron en agosto de 1975, con unas
operadoras surgidas de su propio seno y munidas con sendos contratos de “asistencia
técnica” y comercialización que les garantizaba una participación privilegiada
en los futuros proyectos de esos entes “nacionalizados”. Posteriormente, después de 1976, ese arreglo se concentró en
la “casa matriz”, PDVSA, conformada por sus antiguos “hombres de confianza” que
se convertirían en generadoras de procesos, proyectos y políticas abiertamente
lesivos del interés nacional en nombre de la creación de una empresa de
magnitud mundial, al nivel de sus “pares” internacionales, Exxon, Shell, etc.
Comenzó así una confrontación con la Nación, que
se emboscaba en una lucha contra el supuesto “estatismo” que imperaba desde
entonces en la mente de los venezolanos: la participación fiscal, considerada
por Pérez Alfonzo como la auténtica participación nacional, fue paulatinamente
caracterizada, tal como hacían las concesionarias, como “lo que el gobierno se
coge”. Planificadores mayores de PDVSA diseñaron escenarios “productores” y
“rentistas”, asignando roles antagónicos, donde el primero de esos escenarios
identificaba a “la industria” y sus proyectos y el segundo “al Estado” y sus
pretensiones fiscalistas despilfarradoras.
Con esa particular visión de la industria
petrolera fue que se multiplicaron, a partir de 1976, toda clase de proyectos
que mermaron la participación nacional y multiplicaron los costos operativos de
la industria.
Algunos de esos proyectos fueron los que las
antiguas concesionarias dejaron de realizar para no incurrir ellas en costos
que no aprovecharían después de 1983, tales como las urgentes campañas de
perforación exploratoria, de extensión y desarrollo, o el sobrefacturado cambio
de patrón de refinación que reduciría la producción de residual del insólito
nivel de 49 por ciento del barril procesado en el que se encontraba, hasta un
más aceptable 25 por ciento.
Pero otros, totalmente innecesarios y sostenidos
por la voluntad expansiva que los hacía combatir nuestra permanencia en el seno
de la OPEP, como la adquisición de 17 refinerías chatarras en el exterior, para luego incurrir en costos de reparación y
modernización, amén de pagar impuesto sobre la renta norteamericano a partir de
“ganancias” sobre descuentos otorgados por la “casa matriz”, para no incurrir
en la bancarrota que impone en esos casos la Securities and Exchange Comission
que protege a los inversionistas de Wall Street. O como los megaproyectos de la
Faja del Orinoco, el “megadisparate de PDVSA”, según Francisco Mieres, una
inversión de 100 mil millones de dólares entre 1980 y el 2000, basada en la
proyección automática e ingenua de los incrementos de precios observados desde
1974, para producir una mezcla de crudos
de 16° API, que hubo de ser cancelada a partir de 1983, cuando la tendencia
alcista se revirtió… y se sentaron las bases para parir un ratón: la Orimulsión.
Añádase a eso la quita fiscal que condujo a
regalías mermadas hasta el 1% e impuesto sobre la renta del 34% (en vez del
vigente 67%) en los convenios de la apertura, el “outsourcing” y la eliminación
del Valor Fiscal de Exportación y se tendrá el siguiente resultado:
Mientras tanto, los yacimientos de crudos
convencionales comenzaron a evidenciar su tendencia a la declinación, que ya en
los años 70 se estimaba en 20% interanual, y para cuya contención se requería
–y se sigue requiriendo- una inversión creciente en recuperación secundaria,
con nuevas perforaciones, inyección alterna de vapor, reacondicionamiento,
recompletación, etc., tal como referimos y documentamos en columna anterior.
Ante estas circunstancias y desde la época de los
“megaproyectos”, los ojos de los planificadores petroleros no se han despegado
de las expectativas que genera esa máxima acumulación de hidrocarburos que
representa la Faja del Orinoco En
tiempos de la “apertura petrolera” de Giusti y compañía comenzó a promocionarse
como la fuente que sustituiría a la declinante producción convencional, aún a
precios por debajo de los 10 dólares el barril, porque el aumento de la
producción compensaría la caída de los precios. Y allí se dio inicio a nuevas
campañas de exploración y cuantificación de las reservas de ese yacimiento,
amén de iniciar la construcción de los “mejoradores” que convertirían al crudo
extra pesado en uno liviano y desulfurado.
Esta historia continuará hasta nuestros días,
desde luego, pero ya está parcialmente considerada en las entregas tituladas
“Recursos, Reservas y Fantasías” (I y II) y “Mirándonos en el Espejo
Canadiense”
La industria petrolera venezolana:
Un barco en la tormenta (II)
Carlos Mendoza
Pottellá
Las circunstancias históricas descritas en la
primera parte de este “barco en la tormenta” han sido las determinantes de la
contemporaneidad. Trataremos de hacer la conexión entre los viejos debates y el
actual, para fundamentar las políticas que nos imponen las aguas turbulentas
que agitan a la industria petrolera, local y universalmente hablando.
Las posiciones que asumimos en esta materia
durante las tres décadas finales del siglo XX condujeron a que se nos asociara,
para honra nuestra, con los planteamientos de los maestros Francisco Mieres y
Gastón Parra Luzardo y con la memoria de Juan Pablo Pérez Alfonzo. Como “profetas
del desastre” fuimos etiquetados por sectores poderosos de la opinión pública, convictos
por insistir en denunciar el rumbo de disminución de la capacidad generadora de
excedentes para la Nación de nuestra industria petrolera, tendencia que fuera diagnosticada
por Pérez Alfonzo, al evaluar las posibles consecuencias de los proyectos de
los que ya para entonces él calificara como “gerentes alzados”.
A
las dañosas modalidades de la nacionalización criolla se agregan otros hechos
no valorados en sus efectos agravantes para la situación de Venezuela. Sin
exagerar, puede afirmarse que el futuro es difícil. La caída violenta de la
Participación Fiscal es uno de esos hechos. Son estos ingresos los que cuentan
de verdad para el pueblo venezolano. Son ellos los que se supone sembrar para
sustituir la liquidación de tan valiosos activos nacionales sin perjudicar las
futuras generaciones ni la perpetuidad de la nación. Los excedentes que la
misma industria guarde con destino a ser invertidos en la propia liquidación
del petróleo, es errado o malicioso pretender integrarlos a aquellos ingresos
que sí quedan disponibles para invertirse en todos los proyectos imaginables en
el intento de acallar la angustia por el agotamiento del capital petrolero. La
participación fiscal, que es la efectiva, va llegando a su caída de 1978 a unos
$3.367 millones, casi el nivel de 1974. Más pronto de lo que nadie imaginara,
el ‘boom’ de ese famoso año lo dejamos desvanecer.[1]
Esas consecuencias quedaron de manifiesto en los
30 años siguientes, según las cifras que conforman el gráfico inserto en la
entrega anterior: el rumbo inversamente proporcional del crecimiento de los
costos y la caída de la participación fiscal.
El colapso de los precios del petróleo en 1998 fue
una de las consecuencias de la política aperturista de privilegiar los “volúmenes”
y burlar los acuerdos suscritos en el seno de la OPEP para la defensa de los
precios.
La general inconveniencia de estas circunstancias
(13 dólares el barril promedio 1998 para el crudo de referencia WTI, 8 dólares
la cesta venezolana) condujo a una
primera concertación de países productores OPEP y No-OPEP, (Arabia Saudita, México,
Noruega, a regañadientes Venezuela y, de manera subrepticia, los productores
domésticos norteamericanos, representados por el Secretario de Energía Bill
Richardson) todos los cuales acordaron recortes de producción que dieron lugar
a un repunte de los precios desde las profundidades de esos 9 dólares hasta cerca de 30 dólares el barril para el
2000. En el siguiente gráfico, que data de esos momentos, se reseña el proceso
y registran las expectativas que teníamos en 1999.
La convocatoria de la II Cumbre de la OPEP hecha
en el 2000 por el Presidente Chávez y realizada en Caracas, condujo a una reasunción
efectiva de la política de defensa de los precios y éstos repuntaron por encima
de los 30 dólares el barril a partir de entonces.
En 2001, la promulgación de una nueva Ley de
Hidrocarburos en Venezuela intentó detener el deslave fiscal ocasionado por los
aperturistas: el Impuesto Sobre la Renta se incrementó de desde 34 hasta 50 por
ciento y la Regalía, desde el 1% hasta el 33%. Se detuvo la dinámica perversa
ya descrita entre costos y participación fiscal, invirtiéndose los rumbos
registrados hasta entonces.
Simultáneamente, los precios continuaron su rumbo
ascendente, remontando por encima de 40 dólares a partir del 2004… y allí
comenzó de nuevo la feria de las ilusiones con la Faja del Orinoco que ya hemos
referido en las entregas anteriores y que dieron lugar a una planificación de
pajaritos preñados que se planteaban metas de producción que resultaron
inalcanzables, tanto por la carencia de medios y recursos para materializarlas,
como por las circunstancia de que las mismas desbordaban la capacidad de
absorción del mercado petrolero global, dadas las tasas de crecimiento de la
demanda estimadas por los principales centros internacionales especializados -e
interesados- en la materia, en particular, la propia OPEP, la Agencia
Internacional de Energía, el Departamento de Energía de los Estados Unidos, sin
contar a las grandes transnacionales petroleras y financieras.
La realidad fue que en 2012 estábamos produciendo
menos que en 2005, pero la contumacia expansiva continuó, hasta límites
inimaginables, como proponer una meta de producción de casi 7 millones de
barriles diarios para el 2021, extrayendo más 4 millones 700 mil bd de la Faja
del Orinoco:
La inviabilidad de estas metas estaba expuesta en
las propias cifras de la inversión requerida, ya citada en la entrega anterior:
300 mil millones de dólares entre 2015 y 2019.
El resultado, también mostrado gráficamente, fue
el siguiente:
A pesar de las
ironías y en el entrecomillado de la palabra “planificación” para definir estos
ejercicios de ciencia ficción, estas circunstancias no son cómicas. Son
trágicas, y constituyen el fundamento de nuestra insistencia en revelarlas y
denunciarlas, porque nos afectan
personalmente por nuestra identificación nacionalista y socialista y en la misma
medida en la que la frustración de la gestión pública de los recursos
nacionales le da alas a los eternos heraldos de la privatización y la dejación
de soberanía.
La convicción de
que somos una potencia sigue incólume, tropezando cada día con la misma piedra
de la inviabilidad de los sueños montados sobre la que, sin lugar a dudas, es
la mayor acumulación de hidrocarburos sobre el planeta, pero cuyas
características físicas y las condiciones actuales del mercado impiden su
desarrollo acelerado a corto, e incluso, a mediano plazo, amén de enfrentar un
panorama modesto y complicado en el
largo plazo, debido al cambio de la matriz energética en sentido negativo para
los energéticos emisores de gases de invernadero. Matriz que está siendo impuesta,
tanto por un desarrollo tecnológico cada día más desmaterializado, -determinado
en gran medida por la tendencia ancestral del capital de moverse desde los
sectores de menor rendimento hasta los más rentables- como por el crecimiento
de una conciencia ambiental universal, a pesar de Trump y los lobbys
carboníferos.
La posibilidad
de convertirnos en una potencia petrolera global es una certeza generalizada, sobre
todo sostenida por los expansionistas originales, los aperturistas de los años 90, quienes consideran que los planes volumétricos formulados hasta
ahora no se han podido cumplir por el “exagerado estatismo”, el control de la
industria en tanto que propiedad pública y las tendencias socializantes que han
impedido el libre movimiento de los factores de la producción mediante el
desarrollo de empresas privadas
competitivas, nacionales e internacionales.
Esa visión
privatista continúa floreciendo en los proyectos de los promotores de “una
transición” en la industria petrolera venezolana, para ajustarla a las normas
de neoliberalismo fundado en los principios del consenso de Washington,
propagando para ello una intencionada confusión del concepto eterno de Nación y
su forma republicana con los conceptos temporales de Estado y gobierno, al
pretender identificar la propiedad pública, de la Nación, con una supuesta
“propiedad estatal”.
Con este
artificio se plantea que los ciudadanos actuales,”los verdaderos dueños del petróleo”,
deben devengar el dividendo anual individualizado que genere la inversión
petrolera, para así limitar la voracidad fiscal del Estado, “lo que el gobierno
se coge” y destina a gastos ineficientes que limitan la reinversión petrolera.
Este
planteamiento es, simplemente, la promoción de un reparto anticipado, con
características despojo al futuro, de un patrimonio secular, de la Nación eterna.
En vez de un
“fondo para las nuevas generaciones” como el creado por Noruega desde los años
70 del siglo pasado, el cual crece todos los años por la realización de inversiones rentables en otras latitudes y que limita a un 4% el ingreso de los rendimientos petroleros a la economía de ese país, precisamente para
no padecer del “efecto Venezuela” o de la “enfermedad holandesa”, aquí se
propone, con el más contumaz rentismo, y la más abierta promoción del egoísmo
intergeneracional, crear un fondo para su reparto anual entre los actuales
habitantes. “El que venga atrás que arree”, decía Pérez Alfonzo.
No podemos
concluir esta entrega sin una referencia personal.
Y es que el ejercicio de la crítica sin adornos demagógicos trae consecuencias que algunas veces son, cuando menos, incómodas. Nadie aprecia el antipático papel de Casandra.
Y es que el ejercicio de la crítica sin adornos demagógicos trae consecuencias que algunas veces son, cuando menos, incómodas. Nadie aprecia el antipático papel de Casandra.
Las opiniones
expuestas en esta serie de artículos han molestado a los entusiastas promotores
de futuros luminosos que cuentan los pollos antes de nacer, en particular en la
Faja del Orinoco, con la paradoja de que la molestia por nuestro llamado a
poner los pies sobre la tierra viene de tirios y troyanos, unos, por negar nuestro
presente como potencia y por ser un tonto útil que quiere dejar el petróleo para
su aprovechamiento futuro por el gran capital transnacional, y otros, por la
insistencia en un “estatismo” rentista y socializante, desfasado de la liberal modernidad
competitiva.
No basta con
responder que amanecerá y veremos, continuaremos insistiendo en presentar la
desnudez del Rey.
cmp, junio 2017
Anexos
"El precio necesario para alcanzar una meta de gasto real per-cápita, similar a los obtenidos en los años donde esta variable presentó valores relativamente altos, se encuentra en un rango de entre 70 y 110 dólares por barril."
[1] Juan Pablo Pérez
Alfonzo, 15 de Octubre de 1979. “Venezuela se acerca a la debacle”, en Petróleo
y Ecodesarrollo en Venezuela, Dorothea
Mezger (Compiladora), ILDIS, Caracas 1981. Reeditado en el Suplemento de la
Revista BCV -- 1, Enero-Junio 2008, como parte de “Profecías Cumplidas”, Caracas 2008. Por sus posiciones en favor
de la creación de fondos para el futuro y la limitación del expansionismo petrolero, Pérez Alfonzo también fue víctima
de campañas para demostrar su locura y
era aludido por algunos voceros
periodísticos tarifados como
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