Carlos Mendoza Pottellá
09/04/04
Saddam Hussein era un peligro inminente con sus armas de destrucción masiva, por eso, Estados Unidos tiene la justificación suficiente para masacrar al pueblo irakí e imponerle un gobierno títere que “administre” las relaciones entre sus yacimientos petroleros y Exxon-Mobil, Chevron-Texaco, Halliburton y BP.
El mundo asiste impávido a la matanza de Faluya, con una indignante muestra de la moral de doble rasero: mientras se condena universalmente el indefendible terrorismo de los desesperados, de los eternos derrotados, víctimas de incontables injusticias y pasto fácil para el fanatismo y el extremismo, que los lleva a quemar, arrastrar y colgar los cadáveres de cuatro civiles americanos, nadie dice nada ante los centenares de civiles muertos en la aplastante operación de venganza que conduce el ejército invasor.
Desde luego que se trata de una espinosa y comprometedora reflexión: Se camina sobre el filo de la navaja, al comparar un terrorismo con otro y dar lugar a que se piense en alguna forma de justificación para cualquiera de ellos, dependiendo del bando en que nos coloquemos. Por eso hay que ser claros: No existen causas ni fe alguna que puedan justificar la muerte de 200 civiles inocentes en Madrid o de 3.000 en las Torres Gemelas de Nueva York.
Pero no puede ser menos indignante la injustificada masacre de un pueblo entero por unas fuerzas invasoras, que ejercen su desproporcionado poder de fuego, en nombre de una “acción preventiva” por imperativos de seguridad nacional. Peor aún, cuando esas amenazas a su seguridad nacional se han revelado inexistentes y sólo queda, monda y lironda, con el mayor de los cinismos, la voluntad de apropiarse de los recursos petroleros de ese país.
Y es aquí donde salta la liebre de la hipocresía de algunos países no comprometidos con la invasión y que la condenaron inicialmente. A menos que expresen abiertamente su condena a los trágicos acontecimientos que están martirizando a Irak en estos días, su silencio podrá ser vinculado, sin atenuantes, a las negociaciones con las fuerzas de ocupación para que les sean reconocidas sus previas y respectivas participaciones en el reparto de la torta petrolera irakí.
Esas negociaciones tuvieron un difícil comienzo, a partir de la expresada voluntad imperial de que en la “reconstrucción” de Irak sólo participarían compañías procedentes de los países integrantes de la coalición invasora, pero actualmente se mueven sobre los rieles de la aceptación de los hechos cumplidos, matizada apenas por delicadas e inocuas reconvenciones al agresor, ahora socio mayoritario.
CMP, Moscú, 19/09/94
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