A propósito del golpe petrolero en curso en ese año.
Carlos Mendoza Pottellá
jueves, 2 de enero de 2003
(*) “De las Concesiones a los Contratos, Visión Retrospectiva de la Política Petrolera Venezolana” Tesis de Maestría, Caracas, 1985
Para la mayoría de los venezolanos, la nacionalización petrolera fue un evento trascendente en el curso natural de evolución de la política petrolera venezolana. De tal manera, podría hacerse un encadenamiento histórico con eventos precedentes y colocarla como punto culminante de la referida evolución. Veamos:
En 1943, después de una larga discusión nacional, fue suscrito un convenio entre el gobierno del General Isaías Medina Angarita y las compañías petroleras, con la “mediación” del Departamento de Estado norteamericano. En cumplimiento de ese convenio se promulgó la Ley de Hidrocarburos vigente hasta el año 2000. En ese entonces, las compañías extranjeras concesionarias se acogieron a los términos de dicha Ley, obteniendo, a cambio de ello, una extensión por 40 años de sus derechos de exploración, explotación y manufactura de los hidrocarburos en las áreas bajo su control.
El gobierno de Marcos Pérez Jiménez otorgó, entre 1956 y 1957, y también por cuarenta años, de acuerdo a los términos de la citada Ley, las últimas concesiones.
En 1961 y por inspiración del Dr. Juan Pablo Pérez Alfonzo -en el marco de la política petrolera promovida en su “Pentágono de Acción”, que incluyó, entre otras cosas la creación de la CVP y de la OPEP- el Congreso Nacional, al promulgar la nueva Constitución, dejó establecida la norma de que no se otorgarían nuevas concesiones de hidrocarburos (Art. 97), mejor conocida como la “política de no mas concesiones”.
A mediados de 1971 el Congreso Nacional aprueba la “Ley Sobre Bienes Afectos a Reversión”, a tenor de la cual quedaron totalmente identificados y cuantificados los activos de la industria petrolera que revertirían a la Nación al término de las concesiones.
Por virtud de todo lo anterior, 1983 pasó a convertirse en un año muy importante para los venezolanos de las décadas 60 y 70: En ese año revertiría a la Nación, sin posibilidad de renovación y sin ninguna indemnización, el 80% de las concesiones otorgadas hasta entonces. En otras palabras, en 1983, Venezuela pasaba a ser dueña directa, en un 80%, de la industria petrolera establecida en su territorio. En 1996-97 revertiría el otro 20%.
1983 era, pues, el año en que se iniciaría, con todos los hierros, el despegue definitivo de Venezuela hacia la liberación económica y el desarrollo.
Sin embargo, la dinámica de la política petrolera internacional y la voluntad de las corporaciones de imponer una transición a su imagen y semejanza, determinaron que esa “reversión”, dispuesta en la Ley de 1943 y completamente reglamentada por la Ley de 1971, se adelantara a 1976.
De tal suerte que en ese año, después de ser ventajosamente indemnizadas por la entrega de equipos, instalaciones e inmuebles largamente depreciados, habiendo obtenido unos contratos de asistencia técnica que simplemente disimulaban injustificados pagos adicionales, unos contratos de comercialización en donde se les otorgaban jugosos descuentos y, previo también, un avenimiento secreto en el cual recibieron garantías no escritas -pero fielmente cumplidas- de participación en todos los futuros emprendimientos petroleros del país, las grandes corporaciones internacionales renunciaron a sus concesiones ; dejando de paso, y como garantes de sus intereses en las que ahora serían operadoras nacionalizadas, a los “nativos” de su confianza: un caballo de Troya antinacional que a partir de los años 90 promovió la privatización a marcha forzada, vía las aperturas, las asociaciones estratégicas, el “outsourcing” y la venta de parte del capital en acciones, pero cuyas actividades de evasión fiscal y saboteo del control que debía ejercer el Ministerio de Energía y Minas comenzó desde el propio 1º de enero de 1976.
Se materializó así, en 1976, el adelanto de la “reversión”, siete años ante del término establecido en la Ley de 1943. Ese evento fue denominado impropiamente, “nacionalización petrolera”. Y hasta sus críticos aceptaron ese término, agregándole el calificativo de “chucuta”.
Visto desde otra perspectiva, nos podríamos explicar las circunstancias, al reconocer que la nacionalización no fue otra cosa que conclusión de un largo y conflictivo proceso de agotamiento del patrón normativo de las relaciones entre el Estado venezolano y las compañías extranjeras concesionarias; es decir, del conjunto de estructuras legales y reglamentarias en el marco del cual se desarrollaban esas relaciones.
Ese conjunto legal y reglamentario, modus vivendi alcanzado a través de décadas de una asociación conflictiva cuyo sustento fue el reparto de la extraordinaria renta del petróleo, cristalizaba, en cada momento, los instrumentos de participación del Estado venezolano en ese reparto. Desde la primera Ley de Hidrocarburos de 1920 hasta la Ley sobre bienes afectos a reversión en 1971 el Estado venezolano fue incrementando su capacidad de control y fiscalización sobre las actividades de las concesionarias y, con ello, aumentando su participación en el mencionado reparto.
Pero ese proceso, por su propia naturaleza, caminaba hacia el agotamiento: En 1974, por ejemplo, cuando eran notorias las inmensas ganancias de los consorcios petroleros a nivel global, el reparto teórico de los beneficios netos de la actividad petrolera en Venezuela resultaba en una proporción de 95% para el Estado venezolano y sólo 5% para las filiales transnacionales. La irrealidad de estas proporciones y la dificultad de mantener semejante engaño en el mismo año en el cual la Creole Petroleum Corporation aportaba un desmesurado porcentaje de las ganancias internacionales de la Exxon fueron elementos determinantes de ese agotamiento.
Y ello se hacía crítico en la medida en que se acercaba 1983, año en el cual se iniciaría el vencimiento y por ende la reversión de las concesiones de hidrocarburos, sin que para esa fecha estuviera prevista una alternativa clara para el ulterior desarrollo de la industria, cercada por la norma constitucional que establecía el no otorgamiento de nuevas concesiones y el voluntario enanismo en el que fue mantenida la Corporación Venezolana del Petróleo durante sus quince años de existencia.
El dilema tenía soluciones divergentes, pero perfectamente identificables: Una, era la preparación del país para asumir plenamente el control de su industria. Esta opción, defendida por los sectores de avanzada del país, fue delineada en términos de posibilidad realizable por Juan Pablo Pérez Alfonzo, al postular, dentro de su “Pentágono Petrolero”, junto al principio de “no más concesiones”, la creación y desarrollo de la CVP. Pero esa posibilidad fue eludida, ignorada e incluso desnaturalizada con la negociación de unos Contratos de Servicios que, como lo demostraran en su oportunidad diversos analistas, no eran otra cosa que concesiones disfrazadas para burlar el principio constitucional que prohibía nuevos otorgamientos de las mismas.
La segunda de las opciones a que nos referimos es, desde luego, la propiciada por las compañías y sus voceros en FEDECAMARAS. Los esfuerzos de este sector se van a encaminar a la búsqueda de una alternativa cónsona con la preservación de su participación privilegiada en el negocio. Una nueva fórmula de asociación dependiente con el capital transnacional que incorporara algún maquillaje renovador era la solución mas “saludable”, si se miraba con los ojos geopolíticos de sus proponentes criollos.
Los Contratos de Servicio se van a convertir en el primer ensayo de esa fórmula alternativa y preservadora de la buena salud del negocio. El largo debate en torno a estos contratos y su ulterior frustración, con el escándalo de los sobornos otorgados por la Occidental Petroleum incluidos, vienen a constituir una expresión de la confrontación entre las dos opciones mencionadas; confrontación alrededor de la cual ha girado la política petrolera de los últimos sesenta años, y que se ha resuelto siempre con el predominio de los sostenedores de la asociación incondicional con el capital petrolero internacional.
Así pues, la “nacionalización”, evento culminante de esa política petrolera, plasmó, en realidad, el estado de las fuerzas de estas dos posiciones y, no siendo una excepción de la tendencia secular, también en esa oportunidad terminó por triunfar el partido de la asociación transnacional. De una manera tal que, al cabo de un forcejeo trascorrales, la nacionalización viene a ser convertida en su opuesto: un pacto laboriosamente trabajado que propiciará el mantenimiento y la ampliación, en extensión e intensidad, del control transnacional sobre el petróleo venezolano.
El instrumento fundamental para la obtención de tan paradójico resultado de una nacionalización fue, en un principio, el bloque de convenios firmados tras bastidores mientras se discutían públicamente los términos de la “Ley que Reserva al Estado la industria y el comercio de los hidrocarburos”. Con lo que, en suma, la nacionalización resulta ser fruto de un nuevo paquete Ley-Convenios al estilo del pacto entre el gobierno y las compañías que institucionalizó en 1943 el régimen concesionario.
En otras palabras, con el fin de la era concesionaria no se pasa a la era del control pleno por parte del Estado sobre su industria petrolera, sino a una nueva modalidad de relación subordinada Estado-transnacionales. Más elástica y sutil, más adaptable a la evolución de las realidades económicas y políticas contemporáneas, que manteniendo y profundizando las características esenciales de la situación anterior, fuera a la vez una puesta a tono con el signo de los tiempos que desmovilizara los sentimientos negativos que despertaba el viejo sistema concesionario.
Esta nueva forma de existencia de la relación dependiente se fundó en sus inicios, en un también nuevo tipo de contrato, distinto formalmente del contrato concesionario, pero que obtuvo con más eficiencia los mismos resultados: Los convenios de asistencia técnica y los contratos de comercialización con los cuales quedaron atadas las nuevas operadoras nacionalizadas, Lagoven, Maraven, Llanoven, Meneven, etc., a sus antiguas casas matrices Exxon, Shell, Mobil, Gulf, etc.
Una salida como ésta venía siendo discutida y propuesta desde finales de los años sesenta por investigadores vinculados al gobierno norteamericano y a las transnacionales. En particular, James Akins, Zar energético de Nixon, posteriormente Embajador en Arabia Saudita y asesor petrolero en ese mismo país, expuso las ventajas, para los intereses de las compañías y del sistema en general, de darle una vía de escape al peligroso vapor del nacionalismo, en un ensayo titulado “La Crisis del Petróleo, esta vez el lobo ha llegado” (Foreign Affairs, abril 1973).
Según este autor, un gran número de funcionarios de las empresas petroleras examinaba las posibilidades de establecer un nuevo sistema de relaciones con los países productores, pues se hacía evidente cada día que la era de las concesiones estaba agotándose. “...una nueva y dramática oferta a los productores podría garantizar la tranquilidad durante otra generación” y en particular, al hacer referencia a la situación que se vivía en el Medio Oriente ante las exigencias de árabes y persas, concluye que no sería fácil, ni aún deseable resistir un cambio en esos momentos, porque... “Sin importar lo que resulte de los acuerdos existentes, las compañías continuarán desempeñando un papel importante en el transporte, refinación y distribución del petróleo, y es muy probable que también lo harán en la producción del petróleo durante los próximos diez años.”
Las reflexiones de Akins pasaron a formar parte del sustento de la estrategia principal de las grandes corporaciones petroleras en sus relaciones con los países productores, como lo demostraron los acuerdos de participación y nacionalizaciones parciales a que se avinieron esas empresas en los países del Medio Oriente.
En una fecha tan lejana como 1969, otro de los investigadores a los que nos referimos, Gerard M. Brannon, de la Fundación Ford, elaboró unas propuestas de “Políticas Respecto a la OPEP” como parte de un informe para el proyecto de políticas energéticas de esa Fundación, en el cual aporta argumentos similares a los expuestos y popularizados por Akins cuatro años después:
Esas proposiciones se hicieron política concreta y se ejecutaron con óptimos resultados para las compañías en las negociaciones que dieron paso a la nacionalización de la industria petrolera en Venezuela. De tal manera, concluido el ciclo concesionario, las relaciones entre el Estado propietario del recurso y las transnacionales que lo explotaban cambiaron de forma con la “nacionalización” de la industria, pero no sólo se mantuvieron, sino que se intensificaron y extendieron a campos inusitados.
“Las leyes tributarias, hasta de esos países son más difíciles de cambiar que los precios. Si los países productores se adueñaran efectivamente de la producción petrolera, su interés estaría en seguir empleando la burocracia existente de las compañías petroleras para utilizarla como administradores y técnicos de la producción. La gran diferencia estaría en que los países productores podrían fijar los precios y no tendrían el recurso de los impuestos para asegurar la disciplina de precios contra los países particulares atraídos por la perspectiva de una venta mayor a un precio más bajo.”
Los contratos de Asistencia Técnica y Comercialización, suscritos bajo presiones chantajistas ejercidas sobre un gobierno que había aceptado términos de negociación inconfesables, pocos días antes del tránsito formal de la industria petrolera a manos del Estado, fueron los eventos paradigmáticos en cuanto a una nueva configuración de los vínculos Estado-Corporaciones en los 27 años que siguieron, durante los cuales esa configuración se ha desarrollado y consolidado. Utilizando una terminología contemporánea, en esos contratos se plasmaron los pasos iniciales de la apertura petrolera, porque fue a través de ellos que Exxon, Shell, Mobil, y Gulf, principalmente, pasaron a tener injerencia en espacios distintos a los de sus antiguas concesiones, abriéndose simultáneamente nuevas oportunidades para otras grandes corporaciones.
Fue así como se inició el deterioro de la participación nacional en el negocio petrolero, constituyendo la llamada “apertura petrolera” sólo el capítulo contemporáneo de una política que ha tenido siempre el mismo signo: la expropiación del patrimonio colectivo en beneficio del gran capital transnacional y de las elites aprovechadoras criollas, cuya punta de lanza la constituyen hoy, y desde hace 20 años, las cúpulas gerenciales de mentalidad privatista enquistadas en los puestos de comando de la empresa estatal.
Con esos contratos se inicia el proceso de desmontaje del aparato de control y fiscalización estructurado por el Estado venezolano a lo largo de décadas. En ellos se consagró, por primera vez, la renuncia a la soberanía impositiva, al establecer una fórmula automática para compensar todo intento de incremento de las tasas impositivas vigentes a la firma del contrato. Igualmente, allí, por primera vez, se renunció a la “inmunidad de jurisdicción”, al establecer, en contravención del Artículo 127 de la Constitución Nacional de 1961, el arbitraje internacional como medio para dirimir los desacuerdos entre las partes contratantes.
Posteriormente se incorporaron nuevas áreas a este proceso de expansión de la participación extranjera en el negocio petrolero venezolano: los programas para el cambio de patrón de refinación y los “megaproyectos” de la Faja del Orinoco fueron los siguientes escenarios en los cuales se continuaron los retrocesos de la soberanía estatal. A ellos siguieron la internacionalización y la Orimulsión, destacados componente de una estrategia enfrentada a la política oficial, y generalmente aceptada, de control de la producción como garantía para la defensa de los precios. Esa estrategia gerencial incorpora, en consecuencia, un decidido sesgo anti-OPEP.
El Proyecto Cristóbal Colón, “diferido por 5 años” primero y definitivamente abandonado por inviable luego, fue sin embargo, el emprendimiento más exitoso de la gerencia petrolera desde el punto de vista de su rumbo hacia la desnacionalización total de la industria. Escudados en la importancia estratégica de ese proyecto lograron imponer en el Congreso Nacional la eliminación de la figura de los Valores Fiscales de Exportación, la cual garantizaba adecuados niveles de participación fiscal. Igualmente, y de manera subrepticia, forzaron un dictamen de la Corte Suprema de Justicia mediante el cual fueron derogados los Artículos 1°, 2° y 5° de la Ley que Reserva al Estado la Industria del Gas Natural y modificado el Artículo 3° de la Ley de Hidrocarburos.
En sí mismo, el Proyecto Cristóbal Colón incorporaba mermas del ISLR en 33 puntos porcentuales y una expresa renuncia a la soberanía impositiva, al disponer el compromiso de Lagoven de compensar a sus socios extranjeros en la eventualidad de incrementos tributarios dispuestos por las autoridades nacionales.
Con este ensayo general quedó servida la mesa para los nuevos hitos en el camino desnacionalizador: las “asociaciones estratégicas” para la operación de campos inactivos y los “convenios de asociación bajo el esquema de ganancias compartidas” vendidos bajo el slogan de la “apertura”.
Pero la realidad fue que, desde un principio, es decir, desde 1976, en cada escaramuza meritocrática por defender su autonomía operativa frente a la Contraloría General de la República, el Banco Central y el crecientemente desvalido y colonizado Ministerio de Energía y Minas, por imponer su visión de “negocios” y de producción incremental a cualquier precio, frente al “rentismo estatista”, en eventos tales como el cambio de patrón de refinación, la internacionalización, la orimulsión, los proyectos de mejoramiento de crudos extrapesados y la entrega de los “campos marginales”, se quedaron pedazos de soberanía, de capacidad de control y fiscalización, jurisdicción de las leyes y tribunales nacionales, y, como se constata en las cifras aportadas por la propia industria, de integridad de la participación nacional en un negocio que hoy, más que nunca, es controlado en todos sus intersticios, capilarmente, por el poder económico privado nacional y transnacional que rebana para sí las mayores tajadas: el poder petrolero.
El intento de cambiar este rumbo iniciado en 1976, puesto de manifiesto en la designación de un directorio de PDVSA dispuesto a hurgar en los más recónditos recovecos del secreto petrolero que se esconde tras las hermosas “presentaciones” de sus ejecutivos y las “consolidaciones” de sus artífices contables, fue uno de los factores desencadenantes del golpe petrolero de abril de 2002. Esos mismos temores los llevan hoy a utilizar todas sus recursos, incluido el chantaje terrorista, para imponer su particular visión de la democracia; una que sea complaciente con sus negocios y no invoque viejas, desteñidas, desfasadas, “rentistas” y amenazantes posturas nacionalistas.
CMP
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